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The Fitzgerald debió haber nacido en Silicon Valley

9 agosto, 2018

David Blay Tapia

El gran activo de empresas como Google o Apple no son sus productos. Ni siquiera su capacidad de crear el futuro. Es la atracción que ejercen hacia varias generaciones, no conectadas entre sí, en relación a la aspiración vital de trabajar allí en algún momento de sus vidas.

Vivimos tiempos donde los Millenials y los Zeta están disrumpiendo los valores establecidos durante el último medio siglo. No aspiran a pasar su existencia en una sola compañía. Alquilan coches y viviendas, no los compran. Y buscan ofertas laborales que casen con su filosofía vital.

Por eso, y más en el mundo de la hostelería, conseguir no solo contratar sino retener talento es tan complicado. Los horarios. Las condiciones económicas. La presión. Y el hecho de ser empleado por personas que saben de cocina pero no de gestión conlleva una alta rotación. E impide generar plantillas a medio plazo que den sentido, imagen y una filosofía concreta a una firma.

Por todas esas sensaciones pasó Carlos Gelabert. Quien con menos de 30 años ya sabe lo que es que te vaya muy bien, pero también la dureza que supone que muchos de tus negocios caigan en picado. Tener que cerrar muchos de ellos. Y, junto a su padre (su ejemplo a seguir desde pequeño) y su hermano Mario (que por la diferencia de edad se fue incorporando posteriormente), comenzar de cero un proyecto que en cinco años abandera un enorme crecimiento en un mercado aparentemente maduro.

 

De su progenitor (ex presidente de la Federación Valenciana de Hostelería) aprendió tres cosas: a levantar la persiana del negocio cada día independientemente de cómo te vayan las cosas (el Bar L’Hostalet, que abrió en 1982, sigue funcionando), a diversificar en base a sus ideas propias y no a las modas y a formarse para enfrentarse a un sector donde sin visión empresarial hoy te vas a pique. Por muy buena que sea tu comida y muy bonito que sea tu local.

Con 18 años se incorporó a los negocios familiares. Y encontró el éxito en la gestión de hasta nueve negocios diferentes, aupados por el auge que trajo a Valencia la Copa América. Renovó, por ejemplo, el clásico Baldo. Abrió La Casa Blanca, el primer bar específico de gintonics de la ciudad. Y apostó por Le Marquis o Clandestino como conceptos de alto nivel en una zona aún huérfana de ellos.

Seis más tarde comenzó a notar la crisis. Y la estructura fue cayendo hasta sostenerse en apenas dos locales. Fue entonces cuando, como casi siempre, una frase se ajustó a su vivencia para inspirarle. A lo largo de la vida, uno lee libros, ve películas o escucha canciones que le marcan especialmente en momentos concretos. Y la carta de Benjamin Button a su hija (escrita en el cuento por Francis Scott Fitzgerald, nombre clave en la etapa posterior) supondría el punto de inflexión necesario para reinventarse. Como ocurre, una y otra vez, en Palo Alto.

¿Y por qué hamburguesas?
La idea se sostenía en abrir algo no muy grande y de coste asumible en una ciudad pequeña. No era tiempo de pelear con quien había sobrevivido en Valencia, sino de hacerse notar en un lugar con opción de crecimiento. Ahí, de nuevo, influyó su padre. Vio un local vacío en el Centro Comercial Las Américas de Torrent y sin decir nada a su familia, lo alquiló (de hecho, todos sus locales son de renta, no en propiedad). Y ahí, al ver que había pertenecido a una cadena de hamburgueserías, el producto quedó definido.

Hubo tres conceptos iniciales que irían ampliándose con el tiempo: locales con decoración ecléctica que invitaran a pasar tiempo en ellos, facilidad de preparación del producto (la formación para cualquier contratado dura solo ocho horas y va desde cómo atender al público al uso del horno de brasas que caracteriza el sabor de sus carnes) y un ‘rollo’ que atrajera a gente que quisiera trabajar con ellos largo tiempo. Para lo cual se libra dos días a la semana, siempre seguidos, en turnos rotatorios. Se cobran más de 1000 euros en el estrato más bajo. Y, sobre todo, se potencia la relación grupal. Todas las personas tienen el móvil de Carlos y pueden llamarle para lo que necesiten. Y una vez al año se encuentran en el Fitz Camp, una suerte de campamento donde se convive, se fomenta la diversión en la naturaleza y se discuten con tranquilidad temas del día a día.

En septiembre abrirán en Valencia su quinto local, el segundo en la capital tras el inicial y los de Castellón y Gandía. Tras formarse en un Plan de Dirección en el IESE, Carlos es capaz de detectar mediante métricas dónde puede mejorarse e implementarlo, como ya ha ocurrido en alguna ocasión. Junto a su hermano Mario idea nuevas iniciativas como el Burger and Tattoos o el Healthy Day, promoviendo su (cada vez más extensa) parte ‘fit’ de la carta. Y planean seguir expandiéndose en 2019.

Pero su diferencia, más que en la carne madurada, las verduras que compran del Mercado Central o el pan importado de una receta de un restaurante de Londres, está en su gente. Cada día, a través de su web, reciben decenas de curriculums. El 80% de sus contratados no tenían experiencia previa y, salvo excepciones, continuan en la empresa. Son ya 140 empleados. Y los que sumarán con el nuevo recinto de Fernando El Católico.

Porque nadie tiene que contarles a Carlos y Mario lo que es trabajar allí. Los primeros meses uno hacía el turno de mañana y el otro el de tarde. Hasta que Fitzgerald comenzó a funcionar. Y desde entonces no ha dejado de hacerlo.

Un comentario en The Fitzgerald debió haber nacido en Silicon Valley

Ramón Frasquet el 13 agosto, 2018 a las 12:28 am:

Sólo he ido una vez a comer por visitar el local de moda, no soy de burguer ni batidos azucarados, del local me gustó todo , desde la información hasta el respeto hacia los alimentos que ofrecen.
también la relación entre lo q comí y lo q pagué
pasaré a comer un día a ver qué es eso del healty day.

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