16 junio, 2018
Tenido como uno de los pueblos más bonitos de la Comunidad Valenciana, se ofrece al visitante como una colada recién tendida. Que trepa hasta la misma base de un castillo montano de origen islámico. Del otro lado: el vacío. Solo apto para espíritus libres y verticales.
Texto: Rubén López Morán Foto: Fernando Murad Vídeo: Vincent Loop/Fernando Murad
Las cosas como son. El emplazamiento de Chulilla se las trae. Encaramada como está sobre la ladera oriental del cerro del Castillo. Cubriéndole las espaldas el profundo lecho del río Turia que actúa a modo de foso natural. Quizá su topónimo, se pregunta el viajero, provenga de este atrevimiento espacial, porque con los chulillanos que se cruzó no le parecieron engreídos, más bien gente sencilla y afable, acostumbrados a las visitas llegadas de las comarcas vecinas a los Serranos y más allá. Porque Chulilla, si no lo sabían, es una de las mecas internacionales de la escalada deportiva. Una especialidad inquietante como pocas. Reservada a espíritus verticales especializados en abrir vías sobre paredes a todas luces inaccesibles que aquí, en la Chulilla de la Serranía, van sobrados tanto a lo ancho como a lo alto.
Ahora bien, Chulilla cuenta con numerosos itinerarios que no precisan despegar los pies del suelo. Los más divulgados por sus valores culturales y paisajísticos son las rutas del Charco Azul, el de las Cuevas y la Muela de la Cruz. Además, la misma localidad ofrece un recorrido histórico que tiene en sus calles de blancas paredes, iglesias y ermitas junto con el castillo que las corona, sus hitos más notables. Y de un tiempo a esta parte, se ha sumado la Ruta de los Pantaneros –sendero SL-77-, que sigue los pasos de los obreros que trabajaron en la construcción del Embalse de Loriguilla en los años 50. Uno de los escenarios más espectaculares e insólitos con los que se topará el viajero en su camino de remontar el río Turia: esculpiendo en roca viva un desfiladero que se escolta en algunos tramos de paredes de más de 80 metros de altura.
El Charco Azul
El itinerario del Charco Azul, que se inicia desde la plaza de la Baronía, les conducirá a uno de los escenarios donde el tira y afloja entre el agua y la piedra fue más descarnado. El viajero optó sin embargo por observarlo desde las alturas. En el mirador que estrena la Ruta de los Pantaneros. A las afueras de Chulilla, en dirección a Losa del Obispo-Chelva por la CV-394. Justo detrás del palco natural hay 4 piedras. No son los escombros de un antiguo corral ni de una casa de labor, sino los de la ermita donde los gancheros encomendaban su alma a la Virgen antes de descolgarse vertiginosamente 50 metros más abajo. El motivo: deshacer los inoportunos tapones que formaban las maderadas a su paso por un embudo de apenas unos metros de anchura.
Hoy es un paraje idílico, muy frecuentado para pasar el día. Antaño era una trampa mortal de necesidad, porque el río no bajaba con dos palmos de agua domesticado como está en la actualidad por los embalases de Loriguilla y Benagéber. Hay que recordar que el río Turia nunca fue una vía de entrada, pero sí de salida: una cañada de agua que cubrían rebaños ingentes de troncos de madera que bajaban desde las tierras altas de Cuenca hasta las puertas de Valencia.
La Ruta de los Pantaneros
Reabierta en 2012, es un itinerario que transita primero por una especie de muelle aéreo para más adelante precipitarse hasta el mismo lecho del río, recuperando así la antigua senda que recorrían los obreros desde Chulilla hasta donde hoy se yergue el dique del Embalse de Loriguilla. Un trayecto de 5 kilómetros que, gracias a dos puentes colgantes, permite admirar con profundidad la obra de un río escultor. Que permite admirar una de las obras más soberbias e imponentes que haya protagonizado río alguno en su afán de cumplir su destino: fundirse con el mar 70 kilómetros aguas abajo. Y el clímax de esta obra colosal está aquí. Ante nuestros ojos. Contemplando unas paredes como montañas, resultado de millones de años de erosión. Porque convendrá no olvidar que no es un paisaje nacido de la elevación, sino de todo lo contrario. Al que gratuitamente se nos permite asomar y pisar.
Si llegan hasta el final de la ruta se darán de bruces con las paredes de hormigón de la presa. Del otro lado las aguas del embalse les devolverán un cielo infinito enmarcado por montañas solitarias. A primera vista un escenario inocente. Pero de nuevo la memoria del viajero salta como un chivato. Saber mirar es escuchar con atención le advierte. En este caso escuchar lo que estas aguas cubren. O sepultan más bien. Si uno agudiza los sentidos verá en la cola de la presa un campanario huérfano y mudo, porque ya no vierte sus campanas sobre los tejados del antiguo Loriguilla. Junto a la iglesia quedan los muros huecos de la escuela. Y junto a ellos una especie de colonia rural de nueva planta.
El viajero se acoda en la baranda de madera que los protege de las aguas verdosas. Y mira la lámina de agua con inquietud. Como si de una lápida se tratase. Aunque sin nombres ni epitafio, porque nada se puede escribir sobre ella. Y se pregunta qué hay en el fondo. Hay fuentes, calles, plazas, vidas, sueños, ilusiones, llantos, destierro, exilio, aunque según algunos escritores del ramo, los embalses abrían infinitas perspectivas turísticas en la zona. Los caminos del turismo que son tan inescrutables como los de Dios, reflexiona, mientras se da media vuelta y se dirige de nuevo a la CV-35 en su afán de remontar este río que le lleva como la misma vida. ¿Hasta dónde? Hasta un final que en su caso es el principio. El principio de todo: la cabecera.
Dónde comer
El viajero es de esas personas a las que gusta alargar la visita. En esta ocasión la forma más fácil es acudir a la plaza de la Baronía de Chulilla y hacer los honores a una cocina de gran influencia castellana y turolense. Una influencia que ha copado las cartas de ollas de carne, de berzas, ajo arriero, gazpacho manchego, migas, ajoarriero, chuletas de cordero y otras suculencias. Sin embargo al viajero le han hablado de un jovencísimo cocinero de la zona, que se está doctorando en el Enigma Concept de Albert Adrià y Oliver Peña, y que cuando tiene un hueco regresa como un hijo pródigo y se pone a renovar la gastronomía de la Serranía junto a su madre, Rosa García. Se llama Eduardo Soriano. E imparte su magisterio culinario casi a distancia en el restaurante con mejores vistas sobre las Hoces del Turia. No en balde, ese es su nombre.
El viajero da fe de ello. Mientras espera la comida, entretiene la vista observando a esos peregrinos verticales que parecen bailar un tango sobre las rocas donde aferran las puntas de sus dedos y apoyan sus pies de gato; y el gusto, con un Bobal en Calma, un tinto Dominio de la Vega de Dani Expósito. Aunque Eduardo no esté, toda la carta es una creación suya y que su madre sigue a pies juntillas. Una carta que aúna lo tradicional en los platos de cuchara, y el toque más innovador en los entrantes, que se entreveran de pinceladas asiáticas.
Aun así el viajero se saltó el prólogo y se tiró a un sabroso Arroz de monte, un melosito Gazpacho de la iaia, y una Olleta de berzas hecha con un arreglo de patatas, alubias, berzas y caracoles, aromatizado con hierba buena y un sofrito de cebolla y pimentón. La puntilla la puso unos canelones de pato trufado espectaculares y una tarta de queso maravillosa. Los entrantes se los dejó a la vuelta de Eduardo. De su puño y letra probará unos calamares rebozados con “all í oli” negro y emulsión de lima-limón y un Crujiente de jabalí con champiñones salteados, humus y arena de jamón. Se lo ha prometido desde Barcelona. Y juntos brindarán por el futuro de la gastronomía de interior, porque no va a haber pared que se le resista. Ni siquiera las que enmarcan las ventanas del comedor del restaurante Hoces del Turia. Que son de aquí no te menees.
Enlaces de interés
Turismo Chulilla www.chulilla.com
Restaurante Hoces del Turia www.facebook.com/restaurantehocesdelturia/
Alojarse www.hostalelpozo.com
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