3 mayo, 2018
David Blay Tapia / Fotos: Marga Ferrer
Nací y crecí (aunque no demasiado) en Almussafes. Un pueblo que pese a la presencia de la Ford tan solo tenía 6.000 habitantes en los años 80 y donde todo el mundo se conocía. Pero si algo tuvo mi infancia fueron sabores ligados a la huerta. Fui nieto de agricultor. Mi abuelo, cuando fue niño, había vivido en una barraca en La Albufera. Y sus paellas y all i pebres concitaban colas de amigos (y visitas del cura 🙂 en la puerta de la planta baja donde vivía.
Yo tuve el privilegio de comer, domingo tras domingo durante 25 años, aquel plato casi destrozado en la capital pero absolutamente implantado en las poblaciones limítrofes. Y, al margen de las albóndigas de La Ribera como factor diferencial, mi memoria gustativa siempre me llevaba al mismo lugar: al regusto agradable a puchero soterrado bajo los ingredientes. No es algo científico. Ni siquiera gastronómico. Pero ese sabor marcó mi niñez y no lo había vuelto a encontrar.
Tampoco hasta hace dos años había visitado jamás Meliana, pese a ubicarse al lado de Valencia, Alboraya, El Saler o Almàssera, sitios que he visitado frecuentemente. No conocía a nadie allí y apenas me habían hablado de su oferta culinaria. Hasta que un grupo de amigos, entre los que se encuentra el autor de la webserie ‘Meliana, bon lloc’, insistió en que debíamos ir.
Que sin conocerte, en cuanto abres la puerta, te reciban con una sonrisa sincera (y no ‘profesional’) hace que el lugar suba puntos inmediatamente, como si se tratara de un marcador de un juego cualquiera de videoconsolas de los 90. Y a ello, para quien no haya visitado el lugar, se añade por un lado la enorme luz y por otro la sensación de estar en una casa de pueblo de toda la vida.
Pero es el trato el que te emociona, te sumerge en la experiencia que vivirás (y que muchas personas de fuera de la Comunidad Valenciana quizá no puedan sentir en toda su amplitud, salvo por las excelentes explicaciones de Pepe Ferrer y su humor socarrón) y te prepara para lo que realmente se siente cuando comes en una mesa familiar en una localidad pequeña. Donde, por cierto, puedes llegar e irte en tren de Cercanías desde la capital, con todo lo que ello conlleva.
A partir de ahí, la elección es sencilla, seas o no foráneo. Hay esgarraet. Hay tomate (obviamente) de la huerta cercana. Hay croquetas de bacalao o de puchero. Hay all i pebre (colocado, curiosamente, como entrante a compartir y no como plato principal). Y verduras eternamente frescas a la plancha.
Una vez aperitivados, llega la hora de elegir arroz. Para los clásicos, principiantes o buscadores de la esencia, no hay duda: paella valenciana clásica. Si hace frío, es de los pocos lugares donde te sirven en fesols i naps. Y para valientes (todavía no he ido a probarlo, pero es un objetivo para 2018) el de fetge de bou. Que dicen, quienes lo han degustado, que te deja con resaca el resto del día.
Si has venido en tren, pide uno de los 350 vinos que guardan en su bodega. Si no, al menos date el gusto de terminar la comida con una mistela. O ve a cenar y sustituye los arroces por carnes y pescados de primer nivel. Pero, sobre todo, si alguien te pregunta dónde vivir la auténtica gastronomía valenciana, envíale allí. Y cuéntale que llevan 88 años abiertos. A ver cuántos restaurantes del mundo pueden decir lo mismo.
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