21 julio, 2023
El efecto especulativo que se está produciendo con algunas etiquetas impide que la mayoría pueda disfrutar de esos vinos y contrasta con las dificultades que encuentran los pequeños bodegueros para colocar sus producciones.
Pues sí, queridos amigos y lectores, llegan tiempos difíciles para la lírica. Parece que la mano invisible del sagaz Adam Smith está anquilosada o entretenida en otros menesteres, porque el mercado está más esquizofrénico que nunca.
Por un lado, tal como venimos denunciando desde hace tiempo, está el efecto especulativo impulsado por la red que salpica a determinados productores. Este fenómeno ha generado una hiperinflación sobre ciertas etiquetas, que se vuelven inalcanzables, e impide a la mayoría de los bolsillos disfrutar de los vinos ensalzados por los socials. Es triste ver los efectos abyectos de las modas, que desvirtúan el discurso austero de muchos productores emblemáticos, quienes siguen viviendo en su aura mediocritas, mientras sus botellas cotizan como oro negro en la web. Por suerte, a los mortales con criterio nos parece más lógico buscar alternativas, porque ningún vino del mundo merece hipotecar el futuro económico de nuestros hijos y, citando a Alberto Redrado, «quien sea incapaz de disfrutar con un vino joven, fresco y afrutado no está capacitado para gozar del vino». Sin embargo, encontrar proyectos sólidos fuera del mainstream se ha vuelto cada vez más complicado.
En este lado del mercado están los productores fetiches, los que sacan el vino al mercado y, en pocas horas, lo tienen vendido en todo el globo. Están los monstruos consagrados de Burdeos, Borgoña, Ródano, Champagne, Barolo, etc. y algún que otro productor ibérico que ha alcanzado la élite de pleno derecho. Sus botellas son codiciadas y, en las búsquedas en internet, aparecen muchas veces asociadas a cifras de tres ceros, acompañadas por el socarrón anuncio de ‘producto agotado’.
Al otro lado está el vulgo hambriento, que lucha en el lodo para colocar sus botellas en algún lineal, o en la carta del bar cutre de la esquina, y que tiene que enfrentarse a un preocupante excedente de producción —junto con una vertiginosa subida de los costes—, que se está volviendo ponzoñoso para la sobrevivencia del negocio. Debido a la caída del consumo provocada por la pandemia, nos encontramos con bodegas abarrotadas de vino en toda la geografía nacional. En zonas punteras, como La Rioja, sobran alrededor de trescientos millones de litros, que probablemente se destinen a destilación, con la consecuente sangría de dinero invertido y ayudas públicas evocadas o concedidas. Por suerte —y suena muy mal decirlo—, los problemas climatológicos han mermado la producción en 2021 y 2022; aun así, en muchas zonas, las autoridades están obligadas a tomar cartas en el asunto: hace poco se anunciaba el arranque, en Burdeos, del 9% de su viñedo, ante la bajada de consumo y el aumento de producción. Esclarecedor ejemplo del oligofrénico comportamiento de la dichosa mano invisible. En esta dicotomía tan neoliberalista, tendremos los Pagos, los Château, los Domaines con liquidez exuberante capaz de costear bodegas faraónicas, proyectadas por las más prestigiosas firmas de la arquitectura mundial, y en el extremo opuesto, al viticultor de cooperativa que se verá obligado a reconvertir su viñedo a cultivo de aguacates (desertificación permitiendo).
Negros nubarrones se ciernen sobre el futuro del vigneron —en realidad sobre el homo sapiens en general—, a la espera también del nuevo etiquetado exigido por los brillantes burócratas de Bruselas —merecedor de un artículo aparte—, que siguen jugueteando con la tentación de declarar guerra abierta al vino, símbolo del Mediterráneo y de una cultura incomprendida por la gris Mitteleuropa. Cruzada justificada con la coartada de la lucha contra el satánico alcohol, mientras la grasa bovina y el benéfico azúcar siguen siendo muy yankee y muy cools.
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