José Antonio López
En aquella época, y no crean que era la de la construcción de las pirámides de Egipto, las familias eran eso, familias. Padre, madre, tres o cuatro hijos, tía soltera, posible abuela y perro. Una familia al uso.
Y teníamos vacaciones. Era un poema la organización, pero, no crean, mucho menos que hoy en día.
Llegaba el día señalado. La casa en la playa estaba alquilada. Casa, con perdón, porque la mayoría de las veces era una barraca pequeña en la orilla del mar, sin agua corriente, sin servicios y con una cocina “doméstica” que se alimentaba de una mecha y petróleo.
Los más jóvenes que pregunten a sus padres. Se llevarán una sorpresa. No soy responsable de lo que les cuenten después… durante horas.
A lo que vamos, barraca alquilada y compartida por toda la familia. Normalmente tíos y primos, o casa alquilada también compartida por la familia, tíos y primos incluidos y, de vez en cuando, un señor, que nadie sabía quién era, pero que veraneaba con el grupo.
Alegría.
Era el momento de la marcha. Las maletas preparadas, no había mucho que llevar. Un capazo improvisado con viandas para pasar los días, la correspondiente escoba, las sábanas y unas telas más largas de lo normal para separar las habitaciones si es que aquello, donde se juntaban ciento y la madre, se podían llamar habitaciones.
Luego hablan de los pisos pateras.
Vamos a la playa.
En la puerta, el inconfundible y maravilloso seiscientos. Símbolo de poder. Lo habían comprado pagándolo por adelantado un año antes de que se lo entregaran. No se podía elegir color y se ponía una vela al santo de turno “para que no saliera malo”.
No me pregunten cómo, pero todos y todo, cabían en aquel maravilloso habitáculo, dispuesto a hacer rugir sus motores, rumbo a las ansiadas vacaciones.
Para quien no lo sepa, el seiscientos, no llevaba maletero. Bueno llevaba, pero era minúsculo. Hoy no cabría ni un neceser de esos que llevan las señoras.
Las sábanas, el capazo, las maletas de tela atadas con una cuerda, la escoba y una olla que la abuela llevaba para hacer la comida diaria para la troupe.
En el asiento de delante, el conductor con la madre y, normalmente, el niño pequeño que, en ocasiones, tenía quince años. Entrando por la misma puerta y atrás, el resto de la familia.
No, no exagero. Tres “niños” más, la abuela, el invitado y, si lo hubiera, que lo había, el perro. No me he olvidado de la tía soltera.
Ventanillas abiertas. Botijo al uso y dos abanicos. Vamos todos bien. Arranca, que nos vamos. Y comienza el periplo de recorrer los cincuenta kilómetros que nos separan del lugar de veraneo. Hora y media o dos horas de viaje siempre y cuando a alguno de los viajeros no les dé por pedir pis.
Los vecinos se acumulan para ver salir a la familia o para presenciar “el milagro” nunca estaremos seguros. Indicaciones de “llevar cuidado” “no corráis”. En el salpicadero del coche unos cuadritos con las fotos de todos los componentes de la familia junto al cartel “Papá, no corras”. Junto a todo esto la imagen de San Cristóbal. Milagros que hacía este santo.
Y todos para allá. Cuatro marchas y aquello no tira ni para decir basta. Lento, pero seguro. A los diez kilómetros hay que parar para abrir un poco la trasera del motor para que no se caliente tanto. Estamos en marcha.
Colleja al que va delante por tocar lo que no debe y gritos a los de atrás para que no se muevan tanto. Era una ilusión porque, tal y como iban era imposible moverse, lo más mínimo.
Y se llegaba a destino. Ahí está el mar y la tan ansiada barraca o piso.
Lo peor era bajar del coche. Tras tanto tiempo en el habitáculo, los miembros estaban entumecidos y a la abuela había que sacarla con sacacorchos de debajo de las maletas. Todo estaba en orden. Era, igualmente, el momento de que se quitaran las gafas de bucear los componentes de la troupe trasera. No se las habían puesto por las ansias de playa, sino para que el palo de la escoba no les sacara un ojo.
Y, a partir de ahora ¡Felices vacaciones!
Repito, no respondo de lo que les cuenten sus padres si les preguntan.
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