David Blay Tapia
Existen, pese a que Valencia debería ser el paradigma del plato más internacional de su gastronomía, muy pocos lugares en la ciudad donde comer una buena paella. Porque no es lo mismo comer un arroz que una paella. Y, posiblemente, porque esta receta siempre ha presidido las mesas familiares los domingos y apenas se ha trasladado a las de los restaurantes de postín.
Escuchamos al propio Ricard Camarena hablar a menudo de que la mejor puede encontrarse en Casa Carmela. O a los futbolistas acudir en manada a Pilsener. Posiblemente a su nivel esté Casa Navarro, pero no podemos incluirlo en esta terna porque en realidad el término municipal en el que se asienta es el de Alboraya.
Pero existe un reducto que, bien por el boca a boca de sus socios o bien porque algunos privilegiados (cada vez más) han tenido la suerte de acompañarlos, lleva décadas compitiendo por el título de mejor arrocería de la capital del Turia. Aunque no sea un restaurante al uso ni mucho menos.
El Club de Tenis Valencia es famoso, en efecto, por su calidad a este respecto. Y por sus mesas han pasado innumerables personalidades, aunque obviamente la confluencia mayoritaria ha llegado de jugadores profesionales. Que, además, siempre se inclinan por la paella de verduras. Sin duda, el auténtico ‘must’ de la carta. Siempre cocinada por Miguel. Siempre con el mismo punto en el arroz.
Tener 110 años de vida (el club, no yo 🙂 hace que echar la vista atrás haga que la memoria se llene de anécdotas. Y la mayoría de ellas lleve a un binomio ya considerado clásico: partido de competición a mediodía y comida por la tarde. Da igual que se hubiera hecho la hora de la merienda. Nadie almuerza antes. Todos esperan a la cata posterior, ganen o pierdan.
Ahora se juega al tenis en El Ágora o la Caja Mágica, pero hasta hace muy poco y desde hace mucho eran los clubes los impulsores de los torneos. Y, en consecuencia, aquellos que albergaban a diario a las grandes figuras. Por eso el tránsito de la pista al comedor lo han protagonizado la mayoría de los mitos de este deporte, empezando por Santana y siguiendo por Orantes, Arilla, los Sánchez Vicario o los más recientes Safin, Ferrero, Verdasco, Andújar o Ferrer.
Pero, sin duda, la gran historia es la que protagonizó en sus inicios Björn Borg. Si no llamaba ya la atención por su altura, pelo rubio y calidad, en sus inicios se desplazaba en furgoneta para jugar la Copa Faulconbridge. Él y otros jugadores, que dormían juntos en su vehículo aparcándolo en la calle Jaca. Y que, peladísimos de dinero, se alimentaban de pan y bocadillos de magdalenas (¿una nueva tendencia gastronómica? 🙂 que les ofrecían de manera gratuita en la cafetería.
Eso sí, ya se le veía venir. Porque tonto no salió el sueco. Como dominaba los campeonatos ya desde entonces, acababa casi siempre alzándose con un gran puesto en la clasificación final. ¿Y qué hacía con la prima que recibía? ¿Cortarse la melena? ¿Poner gasolina al coche? Obviamente no. Pedir una paella de verduras. Que sería guiri, pero sabía de sobra dónde estaba y qué debía comer.
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