David Blay Tapia
Google, que al margen de una cierta tendencia monopolística recluta de manera habitual a algunos de los mejores cerebros del mundo, ya jamás mira un curriculum. Ni si quien se pone delante de la mesa de recursos humanos tiene una carrera universitaria o no. Entre un astrofísico y un albañil la única diferencia es si saben hacer lo que le piden que haga. Y si son capaces, entran. Sin más.
Con el Basque Culinary Center se inauguraron unos estudios que, sin embargo, son cada vez más necesarios en el mundo gastronómico: los que preparan a gestores puros para manejar negocios culinarios, que hoy día o bien dirigen cocineros que detestan los números o ejecutivos o inversores sin demasiada experiencia en el sector. De hecho, incluso cuando a un chef le va bien lo que más lastra su ánimo es saber entender una cuenta de explotación, negociar con proveedores, contestar correos electrónicos y hasta gestionar personal. Y siempre que puede vuelve a refugiarse en sus fogones, donde es feliz y siente la seguridad que le ha llevado a ese éxito.
Pero existe en Valencia un perfil que rompe con este estereotipo. Quizá porque desde su aterrizaje en la ciudad tuvo que trabajar para un grupo empresarial. O porque pese a sus 31 años ya acumula mucha visión general del negocio más allá de los platos y las cartas. Y con 25 empleados a su cargo y capacidad para tomar decisiones llena cada día. Y cada vez más, pese a ello, se encuentra seducido por todo aquello que el resto no encuentra cómodo.
Pablo Ministro puede ser considerado emprendedor y empresario. Primero porque con poco más de 21 años abrió su negocio en Ayora y no solo lo mantuvo sino que lo convirtió en referencia. Y segundo porque desde Contrapunto controla toda la gastronomía del Palau de les Arts. Es capaz de innovar al tiempo que mantiene una personalidad propia. Y no tiene reparos en proclamar que únicamente tiene en su haber un Grado Medio, que debe aprender más y que no es ni por asomo el mejor cocinero de la ciudad. Pero, en realidad, no le hace falta.
Ahora que tiene 31 lleva casi una década sumando experiencia en todos los ámbitos de su mundo. Y reconoce disfrutar no solo creando en su mente nuevas propuestas gastronómicas, sino consiguiendo que su equipo cumpla el número de horas estipulado por ley para tenerlos satisfechos. O gestionando conflictos, que siempre los hay, para que la rotación sea la menor posible.
A la pregunta de si un hombre de empresa nace o se hace, es evidente que todo el mundo parte de una base de valentía para abrir proyectos propios. Pero a eso debe sumarle el interés por formarse de manera continua en un mundo cambiante, incluso para algo que en teoría es tan constante como la cocina.
Y Pablo, a día de hoy, es un activo poco común que no solo puede ser valorado por quien le contrata, sino que posiblemente comience a llamar la atención de otras compañías. Un ejemplo de evolución más allá del fuego y los calderos. Y alguien con la visión de que lo integral laboralmente le dará un trabajo de mayor calidad en el futuro.
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