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Volver al Cabanyal por amor a tu familia

31 May, 2018

David Blay Tapia
Podemos asegurar sin temor a equivocarnos que en El Cabanyal de 1927 las tabernas no disponían de cambiador de bebés en los baños. Y en el hipotético (e indocumentado caso) de que eso hubiera ocurrido, al 101 por cien se hubieran ubicado en el tocador de señoras.

Posiblemente haya sido la historia subyacente tras el retorno de Alfonso García a Valencia la que esconda el secreto de que hoy, cuando entres a los excusados de La Aldeana 1927, este elemento se ubique en la puerta con silueta de hombre. Pero, aunque no lo parezca, no hemos venido aquí a hablar de este tema.

Tiene, sin embargo, mucho que ver con la familia y la conciliación la decisión tomada. Porque su chef y propietario, Alfonso García, comenzó hace 10 años el camino inverso: formarse para trabajar en lugares como Palace Fesol, El Oceanográfico, el Poblet, La Sucursal o El Baret de Miquel y luego dar el salto a espacios reservados a muy pocos profesionales como los fogones del restaurante Goust de París.

Pero estar alejado de su mujer y sus hijos pesó más que la carrera profesional y comenzó a elucubrar cómo quería convertirse en primer espada. Fue en ese momento cuando apostaría por la zona marinera de su ciudad, consciente del movimiento que se estaba generando y de las posibilidades de una ubicación con bajos todavía asequibles y muchas miras de crecimiento. Que se lo digan a La Peseta, Anyora, Casa Paca, Fum i Ferro o El Ultramarinos.

Y decidió respetar las costumbres del enclave. Para empezar, realizando una reforma que recordara al máximo a la bodega original (con 91 años de historia). Para continuar, con creaciones muy cercanas a lo que había desarrollado en sus diferentes tránsitos por la Comunidad Valenciana. Y para concluir, introduciendo elementos disruptivos que hicieran de su carta algo reconocible más allá de los sabores marineros, siempre presentes.

Es La Aldeana 1927 un lugar idóneo para almorzar, con bocadillos que incluso homenajean a mitos como Chimo Bayo compuestos de chistorra, patata pochada y un par de huevos fritos. También para tomar un aperitivo, con caldos que van desde el vermú casero hasta el herbeBó de Mariola o el pacharán casero. E incluso para ir con niños y sentarse en la terraza de la calle peatonal que lo cruza.

Pero, sobre todo, es un sitio para disfrutar en una doble vertiente: la de tener a la vista la barra y la cocina, donde Alfonso ve lo que comes, te va preparando otros platos y te orienta a mojarlo todo con pan. Y, por encima de todo, para tapear con elementos como la coca de kale, el cremaet de bravas o el pulpo con garbanzos. Todo acompañado (no hay menú) de cantidades ingentes en los platos de cuchara del día como la olleta de blat o el puchero de cous cous.

Valencia ha decidido, por fin, recuperar su esencia. Y lo está haciendo a través de gente que ha visto mundo y, pese a ello, decide reestablecerse en su ciudad. Así que ahora puede decirse en voz alta que hay una nueva cocina valenciana. Y cada vez que abre un lugar nuevo, ésta mejora con cada creación.

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