22 mayo, 2023
Luca Bernasconi
Al carro del vino natural, aquel que tiene una mínima intervención, se han subido muchos listillos de última hora, que viven de espaldas al viñedo y que dominan las redes sociales mejor que los youtubers.
El vino natural genera prosélitos, tanto como se puede comprobar en los eventos y ferias que van proliferando por doquier. La última tuvo lugar en el barrio de Russafa, organizada por Luisa Chova, valenciana trasplantada en La Alpujarra, nuera de uno de los progenitores del movimiento natural nacional (Manuel Valenzuela de la bodega Barranco Oscuro) y gerente de una distribuidora con interesantes propuestas de vinos sin sulfitos. Es reconfortante ver a los hipsters bebiendo vino, sobre todo en un panorama de consumo per cápita que sigue siendo desolador, pero habría que empezar por exigir unos requisitos mínimos de calidad a los productores del mundillo: llevar el pelo largo y no ducharse no es sinónimo de buen vigneron.
Mis cinco lectores saben que la misma definición de vino natural me parece un oxímoron sin sentido, y que al carro del vino con mínima intervención se han subido muchos listillos de última hora, que viven de espaldas al viñedo y que dominan el arte del marketing y de las redes sociales mejor que los youtubers. Les encanta reunirse de vez en cuando, descorchar sonoramente sus botellas y disfrutar como enanos de los defectos más estrafalarios y desagradables al grito de «¡Que vivan los vinos libres!», cuales poseídos secuaces de la versión vitícola de la Ayuso.
Los hay que intentan ser consecuentes hasta el final con la filosofía no intervencionista: este verano, por ejemplo, me topé con un productor del Loira —una de las cunas de la ideología natural, junto con Beaujolais y Jura— que se jactaba de no tener electricidad en casa, de no labrar el viñedo, limitándose a la poda y de no gastar ningún material de origen químico. Planteamiento antisistema muy loable, si no fuera por el detalle de que sus botellas cruzan fronteras generando inevitablemente huellas de carbono, que el vidrio no crece en el huerto de su casa y que su vino necesita un umbral alto de soportación acética para ser consumido. Aun así, reconozco que no es de los peores brebajes que he tenido que ingerir, porque, eso hay que reconocerlo, el vino sin sulfitos tiene un alma y una energía cautivadora que te consiente pasar por alto muchos defectos que horrorizarían a un elaborador ortodoxo. El problema reside en que, en las últimas añadas, nos estamos enfrentando a una nueva plaga que parece no preocupar ni a los productores ni a los consumidores: la epidemia del souris.
Este defecto, que a algunos recuerda el sabor de los frutos secos, mientras que a mí y a muchos otros catadores nos recuerda el olor de un ratón muerto, está colonizando como una especie invasora las producciones de vinos sin sulfitos de todo el mundo. Desconozco si hay que achacar la causa al cambio climático, estoy esperando investigaciones concluyentes al respecto, pero llevo detectando este defecto desde hace más de un lustro, coincidiendo con mi progresiva desafección hacia el vino natural. Hacer pasar por alto los efectos de las brettanomyces (el aroma a granja de animales) o de la volátil (el recuerdo a sidra) mediante una sonrisa o un encogimiento de hombros siempre me ha parecido algo forzado, pero embotellar vinos con patentes aromas desagradables significa rozar la tomadura de pelo. Sin contar el efecto homologador de la ausencia de sulfitos que, tanto como el exceso de crianza en madera, anula las prerrogativas primarias de la uva y del suelo donde se realiza su cultivo.
Me atrevo a lanzar una rogatoria a los productores naturales: que en su lucha de independencia de la industria y de búsqueda de energía en sus vinos, no demonicen a un fácil remedio, de origen natural (esto sí) y uso ancestral, llamado azufre. Eso haría posible transformar potingues hipsters en vinos emocionantes disfrutables por todo enópata.
Salut!
Se advierte al usuario del uso de cookies propias y de terceros de personalización y de análisis al navegar por esta página web para mejorar nuestros servicios y recopilar información estrictamente estadística de la navegación en nuestro sitio web.
3 comentarios en
Jérôme Chesnot el 22 mayo, 2023 a las 3:33 pm:
Una altra víctima col·lateral del moviment del vi lliure i viu, molta acidesa i amargor a la ploma d’aquest autor, si no és a la seua ampolla. Sí que el sofre és un medicament perfecte per a la vinya i per al vi, sempre que siga volcànic i des del moment que no siga sistemàtic, no se’m passaria pel cap prendre un Ibuprofè cada matí a l’esmorzar. Sempre els mateixos arguments, sempre la mateixa fila, el vi no és “natural”, tots els vins tenen sulfits, els viticultors que fan vi natural no es renten els cabells. Durant aquest temps la terra more culpa l’industria però això, és un detall.
Jose Gracia el 23 mayo, 2023 a las 4:56 pm:
Te felicito por tu valentía. Se pueden sacar vinos sin sulfitos añadidos. Puesto que sulfitos produce la levadura degradando proteinas o restos de azufre. Pero para producirlos hay que inyervenir mucho en la bodega: utilizar vapor para desinfectar, mesa de seleccion para eliminar racimos sospechosos. Y utilizar una buena siembra de levaduras o bien compradas o bien seleccionadas en el propio viñedo. En fin se necesita un buen conocimiento y progesionalidad. Para obtener un buen vino sin sulfitos añadidos. Todo este movimiento me parece oportunista, y perjudicial para los grandes profesionales que lo quieren hacer bien
Lobito el 24 mayo, 2023 a las 9:14 am:
Lo de «natural» suena muy bien, pero, son vinos con peor sabor y muy delicados de conservar. Si se usa azufre desde hace miles de años por algo será. Como todo en la vida, la virtud está en el medio. No maltratemos el viñedo e intervengamos lo mínimo posible en la elaboración del vino, pero lo que haya que hacer, hagámoslo. Da gusto leer un artículo como éste, que va contracorriente.