21 May, 2021
David Blay
En plena era de nostalgia, de cuarentones diciendo que ya no se hace música como la de antes (como han venido aseverando todas las generaciones de la historia de la humanidad) y de redescubrimiento de grupos de culto por parte de millenials y centenials, de repente surge el documental de Héroes del Silencio y socava todas las certezas a las que creíamos que podíamos sostenernos.
La primera de ellas la de las raíces y la deslocalización del talento: nunca quisieron dejar de vivir en Zaragoza. Y aun así, consiguieron éxito en toda España pero aún más en Alemania con una visión internacional que muy pocos tuvieron en los años 90 del siglo pasado.
La segunda la de defenestrar productos autóctonos mientras en otras partes del mundo se pelean por consumirlos. Y cómo ese proceso lleva a la dicotomía constante entre querer ofrecer lo mejor a los tuyos pero verte obligado a sacarlo para ganarte la vida.
Y la tercera la de las letras enigmáticas, pero con un trasfondo que trasciende décadas y fronteras. Apoyados por genios externos, cuya figura redondea aquello que los artistas tienen en la cabeza y a veces no son capaces de aterrizar.
El Phil Manzanera de ‘El espíritu del vino’, álbum grabado ya hace 28 años tiene traslación sin ningún género de duda en los enólogos de hoy día, que han decidido apostar por bodegas que hasta hace no mucho quizá no eran capaces de sacar todo el sonido que llevaban dentro.
Pero, por encima de todo, la letra de la canción que da titular a este artículo podría hacer referencia a la problemática existente entre la voluntad de generar energía fotovoltaica y la apuesta por continuar con empleos y técnicas tradicionales en uno de los sectores con mayor previsión de crecimiento en la Comunidad Valenciana.
Es el Sol, junto con otros muchos factores, quien ayuda a los viñedos autóctonos a producir una uva (y unos vinos) únicos en el planeta. Y ese astro, obviamente, también debería ser utilizado para obtener mejores recursos y más sostenibles para la población en general.
Pero la pregunta es tan sencilla que casi da reparo plantearla: ¿es necesario romper lo que ya tenemos, a nivel cultural, turístico y de negocio, para sustituirlo por algo que debería ser complementario? ¿Por qué siempre lo nuevo debe apropiarse de lo antiguo, sin posibilidad de coexistencia?
Hablamos siempre de la España vaciada. De los pueblos sin futuro. Y uno se cuestiona cómo es posible que haya que poner placas justo en el lugar donde sí vive gente. Y trabaja. Y disfruta. Y genera marca propia. Y exporta. Y enseña a sus hijos una vida más tranquila, aunque no esté en absoluto reñida con la tecnología. Sino todo lo contrario.
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