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Momentos vividos, momentos bebidos

14 abril, 2020

De la materia que están hechos los bellos recuerdos. Hoy más necesarios que nunca para no dejarse arrastrar por un presente de amargas y profundas tristezas. A ellos se aferra el viajero como si de un salvavidas se tratasen.

Texto y fotografía: Rubén López Morán
Estos momentos vividos…, comenzaron en las misteriosas tierras altas de la Serranía Baja de Cuenca, escenario de míticas leyendas y épicas batallas, junto con una mujer de indomable cabellera pelirroja, que un día decidió dominar una tierra áspera y fría. Esta mujer se llama Rosalía Molina. Y la tierra que dominó se extiende entre el Pico Ranera y el Castillo de Moya. Por ella tuve constancia de la costumbre de los habitantes de esas tierras de subir al Pico Ranera, que se alza como un tótem en un extremo del altiplano, para dejar por escrito sus ilusiones y anhelos, en unos cuadernillos que guardan desde hace más de medio siglo en un hueco bajo unas piedras de la cima. Rosalía y su familia cumplieron con la tradición. Y junto a sus palabras dejaron una botella de vino para que la disfrutaran los siguientes en ascender y brindaran por el éxito de su empresa Altolandón.

 

La tierra que nos une
Dicen que la patria de un viajero son las palabras con las que cose su camino. Un camino que me llevó desde aquella meseta castellano-manchega a otra que se extiende a los pies del macizo del Penyagolosa. Entre los municipios de Les Useres, Vall d’Alba, Benlloch y Cabanes. Un Plà que aún conserva la memoria de un paisaje que comenzó a moldearse hace dos milenios con la llegada de la Vía Augusta. Todavía hoy se pueden escuchar los ecos de sus pasos atravesando el Arco romano de Cabanes. Con Sergio Garrido, propietario de Bodegas y Viñedos Barón d’Alba y el matrimonio Forés, fui consciente de que los hombres y las mujeres del campo se pasan media vida mirando al cielo, porque viven sujetos a él. Y en el pueblo vecino de Les Useres, la pareja de octogenarios Francisco Andrés Gual y Luis Juan Puig, compartieron conmigo el secreto de su longevidad: “trabajar mucho, buena olla y los buenos aires” de un pueblo que vive bajo la protección del Gegant de Pedra: el Penyagolosa.

El paisaje es memoria. Pero para interpretarla necesitamos de nombres propios, porque a menudo esta se encuentra semioculta por presentes inicuos. Aun así, «la vida es un eterno ver volver», en palabras del hijo adoptivo más ilustre de Yecla: José Martínez Ruiz, Azorín. Y ese eterno ver volver fue el que me llevó con Antonio Candela Belda, de Bodegas Señorío Barahonda, a atravesar el Altiplano, la comarca más al norte de la Región de Murcia. Allí se encontraron frente a frente con el busto del emperador Adriano (76 de C.-138 d. C), que se expone en el Museo Arqueológico de Yecla. Encontrado en el paraje conocido como Los Torrejones, donde, según las excavaciones dirigidas por el arqueólogo municipal, Liborio Ruiz, hubo una villa rústica romana dedicada a la explotación de la vid, entre otros cultivos. Aquí llegó Azorín con ocho años para estudiar en el Colegio de los Escolapios. Nada más bajar del autobús que le trajo de su Monóvar natal salió corriendo con la intención de volver. Desistió. De aquel desamparo se tiñen sus textos: de la pérdida de su Arcadia feliz. A fin y al cabo, las palabras como las lágrimas, tienen el poder de regresar lo perdido.

 

La tierra que existe
¿Por qué escribimos?, ¿por qué lloramos?, sino con la intención de traer de vuelta, aunque sea por un instante, un ser querido, un amor, un amigo. Existe una tierra hecha de sembrados remiendos ocres, verdes y amarillos, cosidos con el hilo claro de los caminos. Estoy evocando el paisaje sinarqueño que se alcanza a ver desde el Cerro Carpio. Una tierra del interior de Valencia, antesala de la España vacía, que conocí gracias a José Luis Salón, de Bodegas Pasiego, y Juan Galindo Ramírez, de la Finca la Fortuna. Junto a ellos vislumbré algo que estaba muy cerca de la verdad. Que tenía que ver con las cosas importantes de la vida. Aquellas que ante cualquier adversidad te ayudan a seguir adelante, porque forman parte de la belleza. La Piedra de San Marcos, el nogal de la tía Capota, el Regajo, o la umbría de Las Hoyuelas, donde prosperan unos helechos que descienden de unas plantas de 300 millones de antigüedad. Lugares donde, si mantienes un silencio reverencial, escuchas la respiración del bosque compuesta por las notas de un manantial, el rumor del viento sobre las hojas, y la plática de la población volandera.

Una vez leí que las palabras son las sombras de las cosas. Y los recuerdos, las huellas de nuestros zapatos sobre la tierra de un campo o un camino. Ese rastro fue el que escuché siguiendo a Santiago Gracia Ysiegas, en la entrada de Bodegas Solar de Urbezo, en el Campo de Cariñena. Rememoraba que siendo mozo acompañó a su padre a la bodega familiar y allí presenció una escena inquietante. Observó cómo de las bocas de los depósitos de vino salían burbujas, “como las que salen de un puchero”. Y viendo la cara de sorpresa que puso, su padre le dijo, “pon la mano, Santiaguito, no tengas miedo”. La acercó y aquel borboteo que lo advertía más ardiente que la boca del infierno era frío como el hielo. ¿Cómo podía ser aquello? A partir de entonces consagró su vida a responder a esa pregunta, primero como químico, luego como bodeguero.

 

Una tierra de miradas
El viajero sabe que todo recuerdo es el presente. A él regresa a orillas de una isla de montañas rodeada de más montañas. Varada al sur de Cataluña. Unas montañas trabajadas religiosamente desde la Edad Media, por una Orden Cartuja que creía que la naturaleza era una escalera que le conducía a Dios. No es de extrañar entonces que el Priorato atesore unas laderas que, cuesta arriba, caligrafían unos viñedos que trepan aferrados a la llicorella. Unas pizarras de tonalidades cobrizas casi tan antiguas como el mundo: entre 416 y 318 millones de edad. Un suelo quebradizo y enteco que tapa sus vergüenzas con un bosque de pino carrasco y encinas, y donde queda al desnudo, en roca viva, se ha cubierto de un tapiz sarmentoso fruto del tesón de los hombres. El cual se observa cenitalmente desde la ermita de San Pau, donde Cristopher Cannan, de Clos Figueras, me llevó para que guardase en la memoria una panorámica divina. Aquella que, como ninguna otra, supo unir la tierra y el cielo.

Me lo he preguntado muchas veces. ¿Qué es lo que distingue a un turista de un viajero? Ahora lo sé: la mirada. La mirada de un viajero logra imaginar unas montañas que llaman a los recuerdos por medio del sonido que emiten las caracolas. Es capaz de zurcir los recuerdos que se extienden por los valles como un rumor lejano. Y recordar un tiempo donde las gentes bajaban a la costa cargados del vino y aceite producido durante el invierno para ser embarcados a tierras lejanas. A esas montañas subí con Manolo Fuster, de Bodegas Alcoví. Ascendimos a la Atalaya de la Rodana, en Almedíjar, en el corazón de la Sierra de Espadán. Desde allí Manolo comenzó a tirar del ovillo, a revivir el pasado que le salía al encuentro en cada bancal de piedra. Allí me dijo que hoy ya no se vive de las montañas. Y hablaba con conocimiento de causa, siendo él uno de los últimos traedors o sacadores de corcho de la sierra. La pura supervivencia le llevó un día a recuperar las viñas de sus antepasados y a plantar propias. Nueve hectáreas en total, que se diseminan por unos valles que son vecinos de las nubes, envueltos en oasis de niebla. Donde las ramas de los árboles babean y los volúmenes se diluyen en un ambiente que deja a la luz sin habla.

 

La tierra de los dioses
Desconozco si alguna vez les ha invadido esta sensación: que les resultase difícil creer que realmente ocurría algo en cualquier otra parte. A mí me invadió atravesando el Valle de Les Alcusses, en Moixent. Es lo que tiene de embaucadora la cara A de la vida, que mientras la escuchas, te olvidas de la otra. Aquella cara grabó un Paisaje acompañado de un almuerzo frugal; un Paseo confidente con brisa sinfónica; y la cerró un Atardecer con luna llena mediterránea. Como solistas el señor Paco, y su hijo, Pablo Calatayud, del Celler del Roure. Por ellos advertí que la tierra está hecha a imagen y semejanza de quienes la trabajan, de quien la vive con las manos. Una tierra que en Moixent es una sucesión ininterrumpida de campos de labor de espaldas encorvadas, vigilados por una sierra de bosque frondoso, mientras los caminos pasan revista a hileras de cipreses y las colinas se aderezan de casas de blancas paredes y pinos. Cuando me despedía del valle de les Alcusses, asomó por el extremo oriental de la Serra Grossa una luna llena. Entonces me imaginé que tal vez la virginal diosa Artemisa se bañaba desnuda bajo su luz en el paraje conocido como El Bosquet. No me atreví a comprobarlo porque sé la suerte que corren quienes se atreven a contemplarla. Y además, no tengo madera de héroe.

Me conformo, es verdad, con disfrutar de aquello que el naturalista Joaquín Araujo llamó «porciones de sosiego». Un campo tachonado de amapolas, piedras que saltan como ranas sobre la tersa piel de un río, puestas de sol de enardecidas mejillas adolescentes ante el primer beso. Sobre una tierra donde la brisa se cuece con tomillo y ajedrea, y las noches se cubren de una negra capa salpicada de limaduras de plata. Esa tierra existe, aunque no hay que llamarse a engaño. No está al alcance de espíritus pusilánimes, ni de un palo selfie, porque igual que ampara paraísos de paz y libertad, alberga también infiernos de soledad y olvido. La vida nunca fue fácil para las gentes del Cabriel. Sin embargo, estas gentes, de almas atentas y sencillas, agradecen vivir junto a un río que representa como pocos el misterio de lo eternamente inacabado. Un río que se debate como un colosal y antediluviano ofidio entre ciclópeas paredes de caliza. Un río que en la primavera se entolda de un bosque de un verde encendido.

Estos han sido algunos de los momentos vividos, bebidos, que guardo en mi memoria como oro en paño. Y que hoy me son más necesarios que nunca, para seguir manteniéndome a flote en las procelosas aguas del presente que nos ha tocado vivir. Que ni siquiera sirven para mirarse como en un espejo de tan revueltas que bajan de desgracias y profundas tristezas. Por eso me miro adentro, y acudo a las cosas realmente importantes de la vida, que no pesan y son transparentes, y que están muy cerca del corazón: el amor, la amistad, el consuelo, la compasión, las raíces, el barro del que estamos hechos. De esa materia son los recuerdos que me regalaron, y por los que les estoy profundamente agradecido a:

Rosalía Molina, Sergio Garrido y el matrimonio Forés, Francisco Andrés Gual y Luis Juan Puig, Antonio Candela Belda y Liborio Ruiz, José Luis Salón y Juan Galindo Ramírez, Santiago Gracia Ysiegas, Cristopher Cannan, Manolo Fuster, el señor Paco y su hijo, Pablo Calatayud, Nacho Latorre y Luisfran López Yeves.

Gracias.

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