Se la conoce como el Altiplano. La comarca más al norte de la Región de Murcia. Haciendo esquina con las comunidades de Castilla-La Mancha y Valencia. Un valle de márgenes dilatados cubierto de un tapiz que de un tiempo acá ha recuperado fuerza gracias a la extensión del cultivo de la vid. Teniendo a Bodegas Señorío Barahonda como punta de lanza.
Texto y fotografía: Rubén López Morán
El paisaje es memoria, porque acumula las huellas del pasado, aunque, a veces, se encuentren semiocultas por la irrupción de presentes desmemoriados. Aun así, “la vida”, según dijo el hijo adoptivo más ilustre de la geografía yeclana, José Martínez Ruiz, Azorín, “la vida es un eterno ver volver”. Y en esa estamos, a los ojos del viajero y de su particular cicerone, Antonio Candela Belda, propietario de Bodegas Señorío Barahonda junto a su hermano Alfredo. En esa estamos, porque a mediados del siglo pasado Yecla vivió una profunda crisis agrícola debido al desarrollo de una pujante industria del mueble, produciéndose un abandono progresivo del campo hasta prácticamente nuestros días. Hasta que llegó La Crisis, la que nos acompaña desde principios de 2008, por ponerle el cascabel al gato, lo que ha provocado que los hijos de aquellos hijos que abandonaron las cepas de sus padres, se hayan visto obligados a regresar al campo, porque la industria del mueble no fue ajena a una Crisis que se ha llevado por delante del 30 al 40% del tejido industrial de Yecla. Afortunadamente, las viñas, aunque dejadas, seguían ahí, en su sitio, esperando las manos expertas que les devolvieran el esplendor perdido. Y vive Dios que lo están recobrando. Al igual que se está recuperando la memoria de un paisaje que estaba sepultada bajo tierra en el paraje conocido como Los Torrejones.
El busto del emperador
El viajero no se engaña ni Antonio tampoco. El busto del emperador Adriano (76 d.C -138 d.C) es la joya de la corona del Museo Arqueológico Municipal de Yecla. Un busto encontrado por otra parte a menos de 1 kilómetro en línea recta de Bodegas Señorío Barahonda un 3 de noviembre de 2014. Donde se levantaba, en palabras del arqueólogo municipal, Liborio Ruiz, una villa rústica romana dedicada a la explotación de la vid, entre otros sembrados, hace más de 2000 años. Una afirmación que queda probada por el peso de la prueba. Aunque en este caso apenas pese medio kilo: la cabeza en mármol de carrara de una pantera, el lema del Dios del vino romano, Dionisio.
Una joya que Liborio guarda como oro en paño en el laboratorio del museo, y que comparte con Antonio y el viajero con la misma pasión que pondría un niño enseñando su colección de canicas a sus amigos de la calle. Unas calles que aquí, en Yecla, no sólo conservan las amistades de la infancia, sino tesoros desenterrados de un tirón, como por ejemplo un ajuar doméstico sin usar perteneciente a una casa andalusí de los siglos XII y XIII de nuestra era. Porque esa es otra. El paseo por el museo es una caja de sorpresas donde abundan los exvotos íberos y otras piezas de valor incalculable.
Pero lo que dejó de piedra al viajero y a su particular cicerone fue el petroglifo que les dio la bienvenida en el museo, conocido entre los yeclanos como la Rosa de los vientos. Una figura hecha por incisión en roca, realizada por pueblos prehistóricos del III, II o I milenio a. C. ¿Chi lo sà? Como quién sabe qué quiso expresar aquel primer escultor sobre una lisa roca del valle. Liborio rememora entonces el comentario de un colegial que le dejó del mismo material que a sus invitados: “Parece un Nacimiento”. Y entonces el arqueólogo creyó saber lo que tenía delante: el origen de algo, representado por una figura antropomorfa en su base y una estrella, un sol, en su cénit, unidos ambos por unas incisiones serpentiformes a modo de cordones umbilicales. Un nacimiento, al fin y al cabo; aunque los serpentiformes se vinculen con cultos propiciatorios de la lluvia. Pero “qui lo sa”.
El monte Arabí
El viajero además de ser muy “trotero” es de ideas fijas. Necesita pisar el terreno donde se encontró el petroglifo. Hacia allí se aventuran entonces, hacia las faldas del monte Arabí, mientras a derecha e izquierda de la ventanilla del coche se suceden los campos erizados de viñas. La buena estrella del petroglifo les acompaña porque encuentran abierto el conjunto de pinturas rupestres que a día de hoy se protegen de una alta empalizada al más puro estilo Parque Jurásico, ya que están siendo visitadas por un grupo de alumnos de la ESO. Y el viajero no lo duda ni un instante, y se incorpora al grupo como un preadolescente más. Y sigue con entusiasmo las explicaciones del profesor. “Aquí tenéis representado un Uro –un bóvido salvaje que hacía dos toros lidia-; y aquí, un rebaño de bóvidos pastando al lado de estas líneas esquemáticas”. Se detiene un momento con los dedos suspendidos sobre esas líneas y acto seguido les lanza una pregunta: “¿Qué creéis que quisieron plasmar con esta sucesión de dientes de sierra?”. La clase al aire libre enmudece. Y el viajero no puede evitarlo y levanta la mano, y el profesor hace un gesto con la cabeza invitándole a intervenir: “Representan el agua, porque este valle hace 10.000 años era una zona lacustre”. Y el profesor asiente conmovido, porque intuye que ese hombre que tiene enfrente daría todo lo que es por recuperar el niño que fue. Qué son 4 décadas, se pregunta el viajero para sí, en comparación con los 10 milenios que han pasado desde que aquel otro hombre sintió la necesidad de pintar lo que hoy tienen estos escolares justo delante, para que no le sea concedido su deseo. No son nada, pero lo son todo. Y con esos pensamientos dándole vueltas en la cabeza asciende con Antonio a la Cueva Horadada. Un monumento natural producto de las manos caprichosas del viento y el agua. Y que es de visita obligada, porque es una obra de arte eternamente inacabada.
El mar de tejados
Antes de regresar a la bodega, Antonio conmina al viajero a subir al Cerro del Castillo donde se alza el Santuario de la Purísima para ver cómo se apiña el municipio entorno. El viajero siente una especial predilección por los tejados. Y de nuevo la nostalgia abre un surco sobre la frente por donde se precipitan los recuerdos infantiles. De cómo ayudaba a su madre a subir el balde de ropa limpia y a tender la colada sobre aquellos cordeles de metal que como filamentos de un tendido eléctrico atravesaban los terrados de la niñez. Medio distraído le daba las pinzas de plástico de colores, mientras recibía por el camino algún pescozón. Hoy apenas le reconoce. El mar de tejados de Yecla es muy sugerente porque combina los ángulos rectos con los quebrados de teja moruna. Y justo en medio, un goterón de nácar veteado de lías azules: la cúpula de la Basílica de la Purísima, la patrona de una ciudad hospitalaria y dura como pocas. No en vano, soporta un clima continental que en los días de verano se sobrepasan con holgura los 35 grados a la sombra; y en invierno, las noches se desmayan bajo cero. Unas condiciones que por otra parte dotan de una personalidad única y compleja a la uva autóctona de la D.O Yecla: la monastrell.
El hogar
Durante el ascenso al Cerro del Castillo el viajero se topó con varios plafones cerámicos que contienen citas del hijo adoptivo más ilustre de la ciudad: el escritor José Martínez Ruiz, Azorín. Nacido, como quien dice, aquí al lado, en la población alicantina de Monóvar, aunque su padre era natural de Yecla. Estudió el bachillerato interno durante 8 años en el Colegio de los Escolapios. Dicen que nada más bajar del autobús que le trajo de niño echó a correr en dirección contraria sin importarle la distancia que le separaba de su hogar. Obviamente, desistió, e hizo de la necesidad virtud, porque muchos de sus escritos se tiñen de ese desamparo. De la pérdida de su Arcadia feliz. A veces las palabras vertidas sobre una cuartilla, como las lágrimas, no expresan otra cosa que la ilusión de un regreso, porque, como las lágrimas, las palabras tienen el poder de recuperar el tiempo perdido. ¿Por qué escribimos?, ¿por qué lloramos?, sino con la intención de traer de vuelta, aunque sea por un instante al menos, un ser querido, un amor, o la única patria decente del hombre: la infancia.
Antonio y su hermano Alfredo perdieron a su padre hace poco. El pasado diciembre. Tenía 92 años. Los hermanos Candela son ya la 4ª generación de bodegueros. Y la idea es que alguno de sus hijos recoja el testigo. De ahí el homenaje que están levantando en una esquina de la nueva bodega. Un cubo que, en una de sus caras, recogerá las frases más repetidas de su padre junto a su firma, para que nadie le olvide, al fin y al cabo, para que nadie olvide el origen de todo, y que resume con sencillez la frase que sigue: “Desde pequeñico se cría el arbolico”, decía Poveda padre. Sin más.
El viñedo
Y el arbolico se encuentra en la etapa fenológica de los racimos visibles. Se lo explica al viajero Francisco Javier Lax, la mano derecha de Antonio, mientras dan un paseo por los viñedos que se extienden a pie de la bodega. Una construcción en madera, sencilla, a dos aguas. Integrada en la llanura sin soberbia, pero con el orgullo de estar arraigada a la tierra que le da su sustento y razón de ser. De ella bebe la savia que corre por todas sus estancias y corredores. Como en la sala de catas, que se abre de par en par a la nave donde se alzan los depósitos de acero inoxidable donde se “cocina” el vino. El viajero observa con envidia cómo proceden las manos de Francisco. Cómo limpian las cepas de hojas para así evitar la sobreexplotación de la viña. Lo que aquí se llama la poda en verde o descervaja. En estas tierras del Altiplano todo tiene un porqué, una causa. Y como una vez leyó el viajero, detrás de un porqué, de una causa, suele haber un motivo por el que vivir.
Trampantojos a tutiplén
Según el diccionario, un trampantojo es una trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es. Y realmente la cocina de Cristian Palacio Reula embauca desde el primer plato de la minuta. Sería arduo y prolijo transcribir aquí cada uno de ellos, sin embargo el viajero por respeto y rendida admiración a la mesa, galardonada con un Sol de la Guía Repsol 2015, el máximo galardón gastronómico que concede nuestro país, se detendrá en alguno de ellos sólo por revivir la exquisitez que puso la sumiller del Restaurante Barahonda, Esperanza Pérez Andreo, en describirlos: “De primero tiene usted un aperitivo de bombón de foie y remolacha, semiesfera de guacamole, galleta oreo de pistacho y un suspiro de fruta de la pasión con huevas de trucha y queso”. ¿No es para comérselo? Por supuesto, pero de izquierda a derecha, para acabar con el bombón de foie explosionando en boca, le recomienda Esperanza. Maridado con un blanco verdejo y macabeo de Bodegas Señorío de Barahonda como no podía ser de otro modo. Pero no se acabaron aquí los fuegos artificiales en el paladar, siguió con un Patito de foie acompañado de una espuma de regaliz sobre una crema de manzana de Cehegín (una comarca al noroeste de la Región de Murcia), regado con el tinto Orgánico que se elabora con uva monastrell y syrah. Un vino que te llena de vida gracias a su intensa nariz frutal. Y como no hay dos sin tres, Buey Angus acompañado de una emulsión de avellana, cristal de patata negra y espolvoreado de cenizas con aroma a humo. Este plato se maridó con un monovarietal monastrell Heredad Candela. “Un vino de un negro azabache en menisco, que evoluciona a un rojo picota en ribete”, Esperanza dixit. Esto en cuanto al sentido de la vista. Imaginen ustedes el de la nariz y la boca.
Y en este estado de deslumbramiento, el viajero abandonó “Una tierra entre 3 Reinos”, con la vana esperanza de que los recuerdos allí acumulados no se acaben diluyendo como lágrimas en la lluvia. Al fin y al cabo, con la vana esperanza de que un día lo último que se pierde trate de tú al viajero. Gracias.
Datos de interés
Visita Bodega www.barahonda.com
Mail: enoturismo@barahonda.com
Tlf. 637 882 831
Cómo llegar
Desde Valencia tomad la A7 dirección Font de la Figuera. Una vez en la Nacional 344, Yecla-Jumilla. Bodegas Barahonda: Ctra. De Pinoso, Km 3. (c-3223)
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Un comentario en
Maria José el 17 May, 2016 a las 6:49 pm:
Excelente artículo que refleja además la historia de esta tierra. La bodega Señorío de Barahonda bien vale una escapada, es un placer para los sentidos. De entrada su paraje y diseño y degustar sus vinos en maridaje con los exquisito platos de su restaurante.