11 febrero, 2020
Mª Carmen González
Todos tenemos imágenes de banquetes romanos en los que el vino corría sin medida; de bellos mosaicos con representaciones de vides o escenas de vendimia, o de trabajados sarcófagos en los que se muestra el pisado de la uva. Y es que el vino en la antigua Roma tenía una gran importancia -que se ha visto plasmada en el arte-, pero no solo como bebida para el disfrute de las élites o el pueblo llano, o como producto generador de riqueza con el que comerciar y llegar a todos los confines del imperio, sino por su papel sagrado y ritual, presente en multitud de prácticas sociales y religiosas, usado como vehículo de comunicación con los dioses.
El banquete romano (convivium) era una ceremonia culinaria prácticamente sacrilizada, a la que se invitaba a los dioses y en la que desde el primer plato (la gustatio o entradas) hasta el último, el vino estaba presente. Vino y no cerveza, que también se conocía pero que estaba destinada a las clases más populares y que, a diferencia del vino (representado por el dios Baco), no tenía un origen divino, según los romanos.
Nada más entrar al triclinium, la habitación donde se celebraba el banquete, se realizaba una libación, tirando vino puro al suelo e invitando así a los dioses manes a participar en la fiesta. Un ritual que se repetía al final del festejo.
Normalmente, la gustatio, en la que se servían entrantes como ostras, aceitunas, caracoles o frutos secos, se maridaba con mulsum, un vino especiado que tenía una primera fermentación natural y una segunda realizada con una miel de bajo poder de cristalización. Se trataba de un vino joven, dulce y muy apreciado que también se servía en los postres.
En la prima mensa, o plato principal, se sacaban vinos mera, vinos puros sin ningún tipo de adición, que acompañaban a platos como aves, carnes o pescados.
Tanta importancia tenía el vino en el banquete que incluso había un esclavo que se dedicaba exclusivamente a escanciar y servir el vino a los invitados, el llamado pocillator, que solía adornar su cabeza con una corona.
Tras la cena tenía lugar la comissatio o sobremesa, en la que se bebían vinos condita (reducidos) y vinos artificia (sin reducción), que se maceraban con diferentes especias y pétalos de flores como la rosa o la violeta. Es en este momento de la comissatio donde ya no se podía mezclar vino y agua a gusto del interesado, sino que había una especie de árbitro (el arbiter bibendi) quien designaba las proporciones de uno y otro elemento. También dependía de esta figura (que se elegía a suertes, lanzando unos dados, entre los invitados), quien decidía qué vino se bebía, cuántas copas o el modo de realizar los brindis.
El objetivo de este arbiter bibendi era estimular la conversación pero evitando que se bebiera en exceso y se perdiera la cabeza, ya que ello era considerado un insulto a los dioses. Para evitar la borrachera se daban una serie de consejos, algunos obvios, como no beber con el estómago vacío o mezclar vino con agua en una proporción de 3/2, y otros más extraños, como comer seis almendras amargas, tomar caldo de col, o ponerse una corona de rosas (corona convivialis) en la cabeza.
El vino, en los banquetes, también tenía un poder apotropaico, y se utilizaba de manera supersticiosa contra los malos presagios. Así, por ejemplo, si durante la celebración se oía cantar a un gallo se tenía por un anuncio de muerte segura de alguno de los comensales. Para anular ese mal augurio se derramaba vino sobre la mesa y la lámpara.
Pero el vino, además de este carácter sagrado, también tenía un uso lúdico e incluso medicinal, y formaba parte de numerosas recetas de cocina. Así, productos como el perejil, la canela o la raíz de lirio se cocían o se dejaban macerar en vino para que sus propiedades curativas pasaran al líquido y se tomaran de una manera sencilla.
Dioscórides ya decía que los vinos añejos y dulces eran apropiados para dolencias «que afectan a la vejiga y los riñones», y que se administraban también en forma de loción «contra úlceras malignas, cancerosas y supurantes».
El vino en la antigua Roma
Durante la época republicana, los vinos romanos eran escasos y de baja calidad. Lo que se hacía era importar vino griego para destinarlo a las élites. Sin embargo, a finales de esta época se produce una ‘revolución’ en el mundo vitivinícola, con mejores cultivos, nuevas técnicas y procesos, que hacen que el vino romano mejore notablemente y que en la zona, especialmente en el sur de la actual Italia, se hagan productos de gran calidad.
Mismas técnicas hasta el s. XIX
Es curioso que desde esta época julio-claudia (s. I d.C) hasta el siglo XIX no cambiaron, prácticamente, los métodos y técnicas de producción del vino, con la salvedad del uso de los sulfitos y el alcohol como conservantes, que se descubrieron entre los siglos XV-XVI. Fue en ese momento cuando dejaron de usarse la miel o la pimienta en las vinificaciones.
Los romanos, según explica el profesor Manuel León Béjar, usaban unas técnicas «brutales» a la hora de preparar vino, y empleaban todo un universo de sustancias para estabilizar el producto, conservarlo y evitar olores y sabores desagradables.
Así, por ejemplo, usaban semillas de fenogreco para rebajar la acidez y amplificar el sabor del vino, al mismo tiempo que lograban ciertas notas tostadas; miel y yeso para corregir la acidez; clara de huevo para clarificar; pez y resinas para mejorar el sabor y alargar el envejecimiento, o agua del mar, con función conservante, y para dar limpidez y brillo al vino. Incluso usaban harina de haba para convertir el vino tinto en blanco.
El consumo de vino se asocia en la antigua Roma a las clases más elevadas, si bien se elaboraban vinos con diferentes calidades para todo tipo de públicos y bolsillos. Así, por ejemplo, de un primer estrujado de la uva salían vinos de gran calidad, como el mulsum. Luego se podía llevar la uva al calcatorium para pisarla y, posteriormente, transportar el hollejo a prensas (de tornillo o de viga y quintal) para extraer el mosto que quedara y elaborar vinos de menos calidad destinados a las clases populares. También eran habituales los repartos gratuitos de alimentos de calidad entre la población, como el vino, para evitar revueltas. El conocido Panem et circenses (pan y circo).
Los vinos en Roma tenían, por lo habitual, un alto nivel de alcohol -algunos se añejaban con mosto reducido (defrutum)-, por eso se solían rebajar con agua, aunque también existían vinos jóvenes y menos alcohólicos. En el caso de vinos añejos con un alto contenido en alcohol nos encontramos con el Falernium o vino falerno, elaborado en la Campania y considerado el más preciado de la época.
Entre los vinos jóvenes y con menos contenido alcohólico se encontraba el mulsum. También estaban los vinos condita o los vinos ficticia, que eran jóvenes, llevaban fermentaciones naturales y luego se maceraban con pétalos de rosas, violetas, loto o granadas, o con especias como la canela, el eneldo o el hinojo.
El vino está presente también en numerosas recetas de cocina y se usaba, asimismo, para ligar y espesar salsas, o mezclado con garum, la famosa y carísima salsa romana elaborada a partir de tripas de pescado, especias y sal. Los romanos también maceraban queso con vino.
Vinos romanos del siglo XXI
En la actualidad, ‘Baetica Columela‘ ha recuperado tanto este tipo de queso macerado en mulsum siguiendo el tratado de conservación de Columela, como una serie de vinos a partir de antiguas técnicas romanas. Es el caso del Mulsum (fermentado con miel), Sanguis (rosas), Mesalina (canela) y Antinoo (violetas). Una oportunidad de probar vinos ‘romanos’ en el siglo XXI.
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