24 April, 2018
Texto: Rubén López Morán Foto: Fernando Murad Vídeo: Vincent Loop – Fernando Murad
El río tiene sus edades. Nace, crece, madura, envejece. Tal vez el río represente mejor que ningún otro fenómeno el fluir de la vida. Un inicio de momentos cristalinos llenos de inocencia. Hasta que encara los primeros obstáculos. Entonces el río excava cañones, traza desfiladeros, hoces y barrancos. Son los tramos que forjan el carácter. Más adelante, cuando la orografía le da un respiro, se arrellana. Se ablanda. Dicen que con los años la pérdida de la inocencia se compensa con la paz que aportan los llanos. Pero qué quieren que les diga, uno intuye que en cada penúltimo meandro el agua echa de menos el rumor que hacía estremecer hasta las mismas piedras aguas arriba. Pero todo, incluso un río, corre hacia su final. Hasta su último suspiro. El que lleva a fundirse con el mar inmortal: destino imperecedero.
Estas edades descritas con cierto vuelo literario las cumplen todos los ríos. Los geógrafos las despachan en curso alto, medio y bajo. No obstante, en relación con los ríos de la vida, convendrán con el viajero que los cursos no suelen estar escritos enteramente en primera persona. A menudo las orillas –las circunstancias–, nos vienen dadas. Y en el caso que nos atañe ni les cuento. Sobre todo en su último tramo, donde el Turia no concluye. Ya que unos kilómetros antes de morir dignamente el río desaparece en un colector de hormigón conocido como “nuevo cauce”. Una obra de un impacto medioambiental sobrecogedor, acometida en los años sesenta, bajo el supuesto argumento de evitar futuras riadas como la del 57. Quedando el río desterrado al sur. ¿Para siempre? Esperemos que no.
Aun así, el río continúa fluyendo. Sobre todo en el subconsciente colectivo de los valencianos. Quizá sea esta la razón de por qué se siguen llamando puentes a los viaductos de nueva planta que salvan un lecho hoy convertido en un jardín. Y como el Turia sigue existiendo, los cruzaremos nosotros también. Con el propósito no solo de mostrarle el debido respeto, sino por lo que realmente se anhela cuando se decide remontar un río hasta su nacimiento: volver a ser un niño.
La plaza de la Virgen
Sin ningún género de dudas es el lugar donde palpita el corazón de los valencianos. Un pueblo amable y hospitalario. Que nunca se dio demasiadas ínfulas porque sabe a ciencia cierta que le tocó en suerte la millor terreta del món. Una cuestión de luz. La plaza de la Virgen reúne el palacio de la Generalitat, la Seu y la Basílica de la Virgen de los Desamparados: la patrona de la ciudad. Quizá sea este el espacio más monumental de la ciudad. De la ciudad de toda la vida. Y ocupando casi el centro de la plaza (donde se cruzaban allá por el s. II a. C el cardo y el decumano de la Valentia romana), una fuente dedicada al río Turia que, recostado como un dios pagano, está rodeado de ninfas que simbolizan las acequias que reparten sus aguas por la fértil huerta de Valencia. Si observan, las vírgenes están tal como vinieron al mundo salvo por un detalle: la peineta de fallera que recoge sus moños. Ya saben, para gustos…
Valencia posee un considerable número de monumentos. Conocidos a tot arreu. Y que de un tiempo a esta parte ha visto aumentado con la Ciudad de las Artes y las Ciencias, obra y gracia del arquitecto valenciano Santiago Calatrava. Ahí están las Torres de Serranos, las de Quart, el Miguelete, la Lonja de los Mercaderes, el Mercado Central, el de Colón, la Estación del Norte. Todos ellos de obligada visita. Sin embargo, se encuentran diseminados por la ciudad. Y ahí radica su encanto. Porque Valencia es una ciudad que demanda ser recorrida a pie, en bicicleta, en coche particular o en bus turístico, sorprendiendo al visitante con rincones de una belleza heterodoxa; incluso a veces contradictoria: un edificio modernista aquí; una iglesia neoclásica allá; una portada gótica acullá; sin olvidar esos lamparones caídos del cielo: las cúpulas de teules blaves.
Estampas valentina
Por lo arriba expuesto el lector perspicaz sabrá ya por dónde van los tiros. El viajero se dispone a hacer su propia selección de rincones. Un álbum de lugares familiares que le han conmovido durante sus paseos sin rumbo. El primero el Almudín, en la plaza San Luis Beltrán. No solo por su puesta en escena, sino por el camino que lleva hasta él. Pasando por delante de las Torres de Serranos; remontando la Calle del Salvador, con la iglesia más antigua de la ciudad y el único campanario románico que queda en pie; doblando a la izquierda por la calle del Almudín, mientras sobre un cielo azul raso se recorta el cimborrio de la catedral. Una joya de orfebrería en piedra. Perteneciente al gótico flamígero de los siglos XIV-XV. Hasta que recaemos en un plaza de pequeñas dimensiones. Recoleta. Deliciosa. Que dice más cosas de las que aparenta a primera vista.
¡Levanten la capucha de madera que lo cubre en la actualidad! Descubrirán una estructura fortificada. ¡Un fortín! Rodeado todo él de almenas y saeteras. ¿Cómo es posible que un edificio intramuros adoptase tal traza? ¿Qué almacenaba que exigiera tanto celo? Reparen que se encuentran en la Valencia medieval. Aquella Valencia lo que más temía era la ira de Dios, que solía desatarse, según los predicadores de la época, por los vicios que corrían por sus angostas calles. Y en la baja Edad Media el castigo divino no se aplicaba a medias tintas. Los años de malas cosechas venían acompañados de alza de precios y hambrunas. Excelente caldo de cultivo para la extensión de la peste. Por tanto, no es de extrañar que el Almudín, destinado a almacén y distribución de grano, estuviera celosamente protegido ante eventuales revueltas.
Hoy el Almudín es una sala de exposiciones. Contemplen la portada gótica del palacio de los Escrivà, delicadamente apartada en una esquina; la fuente que preside el escenario; y la sobria y proporcionada arcada del antiguo almacén de grano. Desciendan por la plaza San Esteban, y si la iglesia se encuentra abierta entren, gozarán del cielo en la tierra. Y no es una metáfora. En su interior además se guarda la pila bautismal de San Vicente Ferrer. De ahí que sea la parroquia más solicitada para administrar el bautismo entre los valencianos de pura cepa. Si se dejan caer un domingo pel matí quizá asistan a la foto familiar que lo inmortaliza: estampas valentinas.
El paseo
Intérnense en el barrio Xerea. El más antiguo de la ciudad. Atraviesen raudos la plaza Nápoles y Sicilia; bajen por la calle Trinquete Caballeros; visiten la iglesia de Sant Joan de l’Hospital, de un gótico primitivo de finales del siglo XIII; crucen la plaza conocida popularmente como de los patos, y desemboquen en la calle de la Paz. La calle de la Valencia decimonónica. Que atesora uno de los puntos de fuga más hermosos de la ciudad. Con el campanario barroco de Santa Catalina en un extremo. Que como un estilo proyecta su delgada sombra sobre el Miguelete. Vecino de la plaza de la Reina. Donde destaca la Puerta de los Hierros de la catedral. Con su portada retablo cóncava-convexa. Una solución imaginativa y obligada, ya que el arquitecto alemán Conrado Rudolf tuvo que encajarla en la trama de la Valencia barroca. Hoy da a un espacio abierto que desnaturaliza el proyecto original. Y una vez a sus pies entren en la Seu. Visiten la capilla del Santo Cáliz, la del Santo Grial, y una vez completada la vuelta a la catedral, asciendan al Micalet. ¡207 escalones! Pensat i fet. Pensado y hecho. Disfrutando de un mar de tejados único y singular que no olvidarán mai. Nunca.
La hora de comer
¿Dónde comer muy bien por un precio razonable? Llevándonos a la boca el sabor de la terreta que estamos recorriendo. Déjense aconsejar. Además el local está a tiro de piedra de donde el viajero se dejó olvidado su bloc de notas: en la Tourist Info que hace esquina con la calle de la Paz y la plaza Alfonso el Magnánimo. Nos dirigimos a SAOR, en la calle del Comte de Salvatierra, número 9. Junto al Mercado de Colón. En la cocina del restaurante: Alejandro Platero. Un hombre sin trampa ni cartón. Que ofrece unos platos que hablan por sí mismos. Porque respetan tanto la materia prima como al hombre que hay detrás de su elaboración. Un cocinero como tantos otros que viven por y para su profesión, porque les apasiona, les mola, y lo demuestran un día sí y otro también. Reinventándose casi a diario, porque la restauración paellador es una plaga que hace mucho daño y no suele hacer prisioneros.
¿La propuesta del día? Aquí la tienen de carrerilla: de entrantes, croquetitas de anguila con all i pebre. Coronadas de un trocito de arenque ahumado espolvoreado con ñora rallada y acompañadas de una salsita de ajoaceite de perejil. Le sigue una ensaladilla con sardinillas y una ensalada con tomate valenciano de temporada, filetes de melva y encurtidos. Continúa con sepia bruta, esto es, hecha en su propia salsa, con una base de habitas tiernas y all i oli. Y de colofón: una arrocito seco de gambas, rape y alcachofas. Cocina de temporada y de proximidad. Una cocina que sabe como la vida que deja poso. Porque de poso, de fondo, va esta cocina potente y honesta. Y como el viajero pasó por aquí por Semana Santa: de postre, Alejandro le preparó unas torrijas con helado de canela. Una comida que estuvo acompañada por consejo del jefe de sala, Javier Oltra, por un Caprasia de Bodegas Vegalfaro. Un monovarietal 100% Bobal. ¡Salud y bon profit!
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