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El Madrid de la libertad desde una copa de vino

2 June, 2021

David Blay
La calle Ayala es uno de los enclaves de lo que los madrileños suelen denominar ‘bien’ en su ciudad: céntrico, con alto nivel adquisitivo y una oferta gastronómica enormemente variada. Como ocurre en casi toda la ciudad, por otra parte.

Lo que también es evidente es que la primera ola devastó este y cualquier otro rincón. Pero no por ello no se resurgió, basándose sobre todo en una apuesta: las terrazas, que en sitios con poco espacio real no se habían planteado hasta hace pocas fechas.

Si uno paseaba por la capital los días previos a las elecciones a la Comunidad percibía claramente que no solo los hosteleros luchaban (con todas las medidas a su alcance) para retornar a una nueva normalidad. Sino que muchas personas, aunque no todas, buscaban la sensación de disfrute perdida consumiendo al tiempo que retornaban la capacidad de generar negocio.

Es ahí donde entran locales como La Marita. Un gastrobar con un interior amplio que tuvo que reinventar sus exteriores. Primero, para reabrir. Segundo, para sobrevivir. Y tercero, para mirar al futuro con el optimismo derivado de la vacunación, aunque todavía con cierta lejanía en el horizonte.

Podríamos hablar de su comida, de alta calidad y variedad. Porque vale la pena probar su rabo de toro con parmentier, sus legendarias croquetas de jamón, sus caracoles con receta secreta o los torreznos caseros al horno.

Pero si algo les hace especiales son sus vinos. Con una carta tremendamente outsider que prefiere no ser larga pero sí original. Y que deriva de la enorme variedad que compone a sus tres socios fundadores.

De Hondarribia a Valencia (Clos Cor Vi es el elegido de esta tierra), pasando por Navarra, el Pago de Aylés en Aragón o El Bierzo. Hay Riberas, sí. También Rueda, Rías Baixas, Toro, Jumilla y hasta Madrid.

Lejos de querer complicarse la vida, optaron por una decisión poco común: limitar a una unidad por Denominación de Origen sus tintos, blancos, rosado y espumoso (ambos en singular). Y aunque comenzaron haciendo recaer su búsqueda en una sola persona, la mirada ya se ha diversificado.

Quizá de ahí viene la familiaridad con la clientela, que suele pedir ‘ese rosadito del otro día’ o el ‘blanco Riesling que nos gustó tanto’. Confirmando lo que cada vez es una mayor certeza: que no hace falta entender de vinos, ni disponer de una variedad estratosférica, para hacer disfrutar con ellos a la gente.

Especialmente si te arropa una mesa cómoda, un buen servicio, un espacio al aire libre bien montado y la ausencia de prisas. Cenes a lo grande o solo busques una tapa para ir probando, una a una, todas sus copas diversas.

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