13 septiembre, 2018
David Blay Tapia
El emprendimiento va ligado casi siempre a las personas jóvenes (salvo en el movimiento ‘oldpreneur’, donde gente de mediana edad decide establecerse por su cuenta tras una larga vida laboral anterior). Sin embargo, apenas se habla del concepto ‘startup’ al referirnos a restaurantes, cuando cada apertura es una nueva empresa en sí misma.
Habitualmente, el trayecto de un cocinero joven es muy similar en todos los casos: se forma, pasa por las cocinas de numerosos chefs y, en un momento determinado, busca iniciar un proyecto personal. Aunque existen casos de vinculación permanente a un nombre de mayor status, casi siempre aparece el momento vital de querer probarse a uno mismo.
Lo que no es tan común es aunar una doble titulación, apostar por abrir algo con menos de 30 años y hacerlo fuera de los ‘circuitos tradicionales’. Esto es, en una población limítrofe con una capital que pueda congregar gente de las cercanías pero también hacerse atractivo para que aquellos que disponen de una mayor oferta se planteen desplazarse hasta allí.
Carles López, que todavía no se ha hecho un nombre mediático pero sí en los paladares de muchos comensales, se formó como otros muchos en el CDT de Valencia. De ahí fue pasando por diversas cocinas en la ciudad hasta llegar al Chalet de Montjuic en Barcelona, donde estuvo seis meses antes de trabajar con Josep Quintana o dirigir la cocina de Alejandro Platero.
Su segunda etapa, esta ya universitaria, tuvo lugar en el País Vasco, donde cursó el Master de Cocina del Basque Culinary Center. Hilario Arbelaitz en Zuberoa le acogería en sus seis primeros meses de trabajo en Euskadi, pero lo propio ya le planteaba la necesidad de individualizarse y dirigió la apertura del restaurante Viento Sur en pleno centro de San Sebastián.
Aun así, la tierra tira incluso a los que históricamente dicen que no sufren de ‘saudade’. Y en 2016 regresó con un concepto en la cabeza: gastronomía tradicional y arroces de primer nivel pero salpicado de las influencias que le habían marcado en su trayectoria hasta entonces. Y encontró un local en La Cañada llamado Sal Fina, al que cambió el nombre y el concepto para convertirlo en Al Grano. Una declaración de intenciones.
Su primera decisión fue acompañarse en la sala por Sonia Lluch, con experiencia en Saiti y en Donosti. La segunda, establecerse en un lugar no muy grande que permitiera iniciar la andadura con los gastos controlados, algo que le inculcaron a fuego en su segundo periplo como estudiante. Y la tercera, sorprender con platos que atrajeran un público no demasiado acostumbrado a restaurantes de esa índole en la zona o a desplazarse varios kilómetros.
Año y medio después, muchas personas cogen su coche para pedir un esgarraet a la llama con capellanet, takoyakis, alitas de pollo deshuesadas con salsa barbacoa casera y, sobre todo, propuestas como la fideuà de carrilleras, curry rojo, brocoli y tirabeques o el arroz de cigalas y blanquet de Ontinyent.
Aunque muchas veces creamos lo contrario, no todo el talento está en la ciudad. Y, en ocasiones, ni siquiera quiere ubicarse allí. Hay públicos muy diversos en muchas zonas de la región. Y éste, unido a la juventud de su protagonista, es un ejemplo claro de cómo crece la gastronomía también fuera de los círculos habituales.
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