18 September, 2023
Productores, como Josep Anguera y su hermano Joan, elaboran de espalda a las modas y con la madurez como referente, tienen una confianza ciega en la tradición y ningún pavor hacia los grados de alcohol, y así consiguen caldos sublimes.
Josep Anguera (y su hermano Joan) son viticultores de séptima generación.
Josep Anguera (y su hermano Joan) viven en Darmós, un pueblo de ciento treinta almas en la comarca del Montsant. Josep Anguera (y su hermano Joan) llevan años catando a productores míticos de todas las regiones vitivinícolas. Por una, o por la suma de estas razones, Josep Anguera (y su hermano Joan) elaboran de espalda a las modas, y con la madurez como referente.
La oscilación del péndulo de las tendencias nos ha llevado a superar los vinos masticables de principio de siglo, que tanto gustaban a Parker y a los prescriptores de la época, proyectándonos en el maravilloso mundo del ‘verdor’ y del ‘fresqueo’, donde abundan la uvas sin madurar y el abuso del raspón como herramienta enológica.
Personalmente tengo mayor tolerancia a la acidez que a los vinos onustos de materia, pero las enseñanzas de un tal Siddhartha, muerto quinientos años antes de Cristo, sobre las virtudes del equilibrio, deberían ayudarnos a mantener la cordura incluso en esta enloquecida época de influencers.
Productores que han sobrevivido a la tentación de los vinos de 11,5 grados de alcohol, a los mandamientos de la vendimia temprana (en julio mejor que en agosto) y a la dictadura de la mínima extracción, te miran con sonrisa socarrona cuando descorchas uno de sus vinos y te quedas embelesado. Son pocos y lo saben, se conjuran casi como unos sectarios, pero lentamente están fomentando el retorno al vino plenamente disfrutable, el repudio de la frutitis y la preservación de un estilo ancestral que no debería haber sido abandonado nunca.
La frase que más me impactó tras mi último encuentro con Josep fue: «Nosotros hacemos vinos que saben a otoño», refiriéndose a su obsesión por la vendimia tardía. Y es verdad: sus vinos y los de sus correligionarios tienen un aroma especial, que seduce e invita a la reflexión y al ensimismamiento.
El hecho de que cultiven garnacha y cariñena es contingente: se debe a su posición geográfica y al amor por el Mediterráneo, que comparten con productores míticos como el difunto Henri Bonneau y los Reynaud de la saga Château Rayas. Todos ostentan una indiferencia absoluta a las modas, una confianza ciega en la tradición y ningún pavor hacia los grados de alcohol.
Tampoco es casualidad que, en añadas cálidas, cuando los otros productores obtienen mermeladas o confituras en lugar de vinos, ellos consigan botellas sublimes. Reivindican la palabra caldo para describir sus vinos, en contra de la tendencia otra vez de los dictámenes de la moderna corriente de crítica vitivinícola y evidentemente asumen muchos riesgos cada vendimia.
El resultado económico es, desde luego, la última preocupación para estos vignerons que nos remontan a la épica de los tiempos pasados, cuando hombre y naturaleza conseguían una vibrante, aunque frágil armonía. Es reconfortante poder disfrutar de sus botellas, que tienen un precio asequible y, de momento, no son objeto de burda especulación.
Van surgiendo brotes de madurez por la península, para el regocijo de paladares más formados, cansados de tanto zumo de limón y exuberancia frutal. Dichas etiquetas no serán el acompañamiento ideal para este tórrido verano, pero se pueden permitir esperar pacientes en nuestras vinotecas la llegada del anhelado enfriamiento otoñal. Salut!
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