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Una tierra de piel roja

Texto y fotografía: Rubén López Morán
Hubo unas montañas que llamaban a los recuerdos por medio del sonido que emitían las caracolas. Unos recuerdos que se extendían por los valles como un rumor de un mar lejano. Un tiempo donde sus pobladores bajaban a la costa cargados del vino y aceite producidos en invierno para ser embarcados a tierras lejanas. Existió un tiempo donde se vivía de las montañas. Hoy sin embargo muchas sólo son un marco incomparable para pasar un día de campo. Las carreteras las cruzan reflejándolas en la ventanilla como fotogramas de una película inconexa, porque poco o nada sabemos de ellas. Ahora bien, si eres capaz de aparcar el vehículo, y detenerte a escuchar, quizá, sólo quizá, vuelvas a sentir unos recuerdos que te remontarán a una vida ancestral olvidada. Al fin y al cabo, cuando las montañas no sólo eran un lugar donde vivir, sino del que vivir. Un eco de unos tiempos antiguos que el viajero cree oír mientras otea el horizonte desde la Atalaya de la Rodana, en Almedíjar, en pleno corazón de la Sierra de Espadán.

El viajero no ha subido solo. Le acompaña Manolo Fuster. Un hijo del pueblo. Y allí arriba, a más de 800 metros sobre el nivel del mar, Manolo empieza a recordar. A revivir un pasado que le sale al encuentro en cada bancal de piedra seca que escalona la montaña como un anfiteatro quimérico. “Antes toda la montaña estaba trabajada. De arriba abajo. En los ribazos se cultivaban cereales, olivos, viñas y almendros. Aún recuerdo, de niño, cómo, al otro lado de esta ladera, en el rincón de Faustino, mi padre subía a trabajar un campo de trigo”. ¡Un campito que roza los 900 metros de altura! Hoy sería impensable. Si ya lo es haber subido hasta aquí, a los pies de los restos del castillo de la Rodana, de origen romano, luego de uso árabe, y bajo la titularidad de la Orden del Temple después, y solazarse con un campo florecido de almendros, contiguo a unas cepas que erizan la piel roja que cubre estas montañas milenarias como si de vello se tratase.

Unas montañas que en invierno son vecinas de las nubes, envueltas como están en un oasis de niebla. Las ramas de los árboles babean, y los volúmenes se difuminan en un ambiente incierto donde la luz pierde el habla. Los meteorólogos llaman a este fenómeno criptoprecipitación. Y ciertamente algo de críptico y misterioso tiene esta forma de llover, porque no llueve como acostumbra, sino en horizontal. Es un espectáculo sorprendente ver cómo el denso aliento del cielo franquea el paso de Íbola y se precipita por las laderas del barranco de Almanzor rompiéndose como bolas de nieve contra los troncos de un bosque de arquitectura nudosa. Un bosque que Manolo se conoce como la palma de su mano. No en vano, es uno de los últimos traedors o sacadores de corcho que quedan en la Sierra de Espadán.

Finca Mosquera
En el barranco contiguo, el de la Falaguera, se conserva el alcornocal más denso de Europa. La Finca de la Mosquera era una antigua explotación de corcho que en la actualidad se encuentra abandonada, aunque todavía se mantiene en pie la casa que cierra el valle. Manolo concede un gesto a la melancolía cuando recuerda que su padre vio plantar el imponente pino que hoy la arropa, y que sus últimos caseros, hace apenas 30 años, fueron sus abuelos. En los días donde el cielo se desploma como una sábana sobre la Mosquera ésta revela su cara más inquietante. Porque de las cuencas vacías de sus ventanas parece escurrirse el humo del tiempo. Un tiempo fermentado con las uvas del olvido.

Manolo se aproxima a alguno de los árboles que escoltan el camino. “A este subí a las seis de la mañana y no bajé hasta la una de la tarde”, dice. Manolo es consciente que el oficio de sacador de corcho tiene los días contados. “Hubo un proyecto de convertir la Casa de la Mosquera en una especie de colonias de verano”, añade mientras se da media vuelta y se encoge de hombros. El viajero mira su encorvada espalda, fatigada de haber sacado miles de kilos de corcho de una sierra tan potente como hermosa. Le gustaría decirle que su esfuerzo no ha sido en vano, pero no dice esta boca es mía.

Comarcal CV-200
Las poblaciones de Castellnovo, Almedíjar, Aín, Eslida, Chóvar y Azuébar son ensartadas por la carretera CV-200 como un collar de cuentas. Y de cuentas, en su acepción de piezas preciosas, va la leyenda que Manolo le relata al viajero camino de los valles de Carchán y Boguera. Unos valles de una belleza que desarma por su proverbial sencillez. Un paisaje amable, redondo, elegante y equilibrado. Los mismos adjetivos que despiertan los vinos de Bodegas Alcovi, que tiene en estos recoletos valles buena parte de las parcelas donde prosperan sus jóvenes viñedos. Unos viñedos que comparten terrazas con almendros y olivos. Y en los vértices de las montañas, bosques de pinos y encinas que proyectan sus sombras sobre un tapiz de tomillo y romero.

La leyenda cuenta que el valle de Boguera esconde un tesoro de sus últimos pobladores moriscos. Y que el lugar exacto donde se encuentra enterrado lo señalan los primeros rayos del día. La complejidad reside en que cada día esos primeros rayos de sol apuntan a un sitio diferente. No es la única leyenda que guardan estos valles. Una de las más repetidas es la que protagonizaron una esclava cristiana, el caudillo Almanzor y ‘La castañera’ hace 5 siglos. El lugar de los hechos se encuentra en uno de los pliegues más húmedos y profundos de la sierra. Quedando bajo la atenta mirada de dos gigantes: el pico Cullera (977 m) y el Alto de Paranoy (931 m). Para llegar hasta allí hay que remontar el barranco de Almanzor y dejarse llevar por los muros de piedra seca recubiertos de un verde silencioso compuesto de musgo, helechos y ombligos de venus.

Manolo Fuster nació en Almedíjar hace 51 años. Tiene dos hijos. Y trabaja desde que se levanta el sol hasta que se pone. Durante buena parte del año recogiendo naranja en el llano. En los meses de junio y julio en la saca del corcho. Y entre medias, en las 9 hectáreas de viñas que se diseminan en el interior del Parque Natural de la Sierra Espadán. La montaña ya no da para vivir. Tampoco para la mayoría del centenar de habitantes que reside en el pueblo todo el año. Lo que les da de vivir es la jubilación. Aun así, el bar de Carmen Viñado, antiguo Asunción –que está abierto todo el año–, presenta un buen ambiente a esta hora de la mañana de un sábado. Es época de caza del jabalí. Abierta la veda desde el 12 de octubre hasta mediados de febrero. Este año se han cobrado ya 45 piezas. “Es una auténtica plaga”, reconoce Manolo, “porque no tiene depredadores”.

De la caza tampoco se vive. De los visitantes al parque natural mucho se teme el viajero que tampoco. Aunque cada día son más los que suben y bajan sus montañas a pie, corriendo o en bicicleta. Tota pedra fa paret. Toda piedra hace pared en castellano. Que se lo digan si no a Manolo, que desde que era un rapaz ayudaba a su abuelo y a su padre no sólo a recoger la almendra de los bancales más verticales de la sierra, sino a reparar y levantar ribazos para sacarle un escalón más a una montaña que nunca estuvo por la labor de dejarse sujetar. ¡Un trabajo de chinos! No. Aquí, en la Sierra de Espadán, un trabajo de moros. Porque fueron ellos los que levantaron desde el lecho de los barrancos hasta las cimas un corsé de piedra seca donde acunar un pedazo de tierra cultivable.

Un rincón del mundo…
El nombre de Almedíjar viene de Al-masajir, que se puede traducir como lugar de encuentro. Un lugar que ha reunido en la actualidad a Maite y Ángel, de la Quesería de Autor Los Corrales; a los jóvenes que gestionan el Albergue La Surera; a Asun y Mayte, que atienden las visitas a la Bodega Alcovi. Además, Manolo le comenta al viajero que la embotelladora de agua de las afueras del pueblo va a volver a subir la persiana, reconvertida en fábrica de hielo. Lo que supone trabajo. Contratos. Población fija. Quién sabe. Quizá tras estos proyectos lleguen otros y así el día menos pensado la Escuela de Almedíjar vuelva a abrir sus puertas llenándose el patio del recreo de risas con toda la vida por delante.

El viajero cree oírlas y entonces se imagina en el interior de la escuela a un maestro, tocado de refilón por la luz transparente del valle, escribiendo sobre la pizarra: “Hubo unas montañas que llamaban a los recuerdos por medio del sonido que emitían las caracolas. Unos recuerdos que se extendían por los valles como un rumor de un mar lejano. Un tiempo donde sus pobladores bajaban a la costa cargados del vino y aceite producidos en invierno para ser embarcados a tierras lejanas. Existió un tiempo donde se vivía de las montañas…”. Momento en que entran sus alumnos ocupando sus pupitres. Se da media vuelta y les pregunta: “¿Sabéis a qué montañas me estoy refiriendo?” Y ante la callada por respuesta, les responde: “Son las vuestras”. Y un ohhh unánime sale por la ventana del aula llenando de nuevo de notas infantiles las calles de Almedíjar.

Enlaces de interés

Dónde alojarse: Albergue Almedíjar tlf. 964 137400-655 790002. www.lasurera.org / Casa Rural Pico Espadán tlf. 639 741717 www.picoespadan.com / Casa Rural Pilar tlf. 961 858991. www.casaruralpilar.com / Alojamiento Rural Jocar tlf. 625 926 694

Dónde comer: Bar Restaurante Carmen Viñado. tlf. 964 137 002-619 959 962 / Restaurante El Castillo tlf. 964 137474

Qué comprar: Bodega Alcovi. Elaboración de vino. Visitas y catas. www.alcovibodega.com / Quesería artesana Los Corrales www.queseriadeloscorrales.com / Horno de leña El Rincón de Almanzor. Pan y pastas tradicionales www.elrincondelalmanzor.com / Carnicería La Rodana. Embutidos artesanos.

3 comentarios en Una tierra de piel roja

Arrutzi Nájera el 21 February, 2017 a las 12:30 pm:

Fantástico articulo, tan precioso como preciso en el acercamiento hacia el proyecto de Alcovi y de Almedijar. Un abrazo.

Julia el 21 February, 2017 a las 6:52 pm:

Muy interesante. Describe magníficamente el lugar.
Me ha emocionado la mención a la escuela. Mi padre y mi abuela materna fueron maestros en Almedijar hasta 1936.

Maestra. el 19 December, 2017 a las 11:07 pm:

Conozco estas tierras estas montañas…conozco a Manolo, a Asun , a sus hijos a su Escuela. Fui la ultima maestra de Almedijar. Como la echo de menos, cuanto añoro esos paisajes y a sus gentes. Tanto q me cuesta volver sin sentir q alli hay una parte de mi.
Precioso relato. Enhorabuena!

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