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Por qué serán los niños (y no nosotros) quienes diseñen desde ya la alimentación del futuro

David Blay Tapia
¿Cuántas veces hemos alejado a nuestros hijos de la cocina, bajo el pretexto de que podían cortarse o quemarse? ¿Cuántas vocaciones, públicas o privadas, habremos frustrado para conseguir personas interesadas por el mundo culinario? ¿Y cuántas ocasiones habremos perdido para educar desde el ejemplo, simplemente dejándoles acompañarnos mientras les explicamos por qué preparamos algo concreto para cenar?

Hablamos constantemente de emprendimiento. Y más en una ciudad como Valencia. Pero, curiosamente, al exponencial crecimiento gastronómico de la urbe apenas hemos añadido la ‘crianza’ de aquellos y aquellas que deberán tomar el testigo. Y hacerlo, además, de una manera más sostenible, saludable y hasta caritativa.

Ana Carrau, en este sentido, representa tres vías que hablan del siglo XXI: cómo una periodista puede además hacer muchas más cosas en una sociedad donde lo que estudias no supondrá lo que seas el resto de tu vida, el hecho de tomar el patrón USA de enseñar desde la infancia a valerse por uno mismo y el aprovechamiento de la ola emprendedora que cada vez toma más fuerza.

Quizá por eso el proyecto Chiquiemprendedores fue casi el primero de estas características en nacer. Posiblemente por ello lleve ya más de un lustro activo. Y no es casualidad que junto a KM ZERO (esa maravilla de Hub de innovación del ecosistema alimentario) pusieran en marcha este verano algo tan bien llamado Gastro Genius Lab.

El objetivo era tan simple que, aun así, los adultos no somos capaces con toda nuestra influencia de hacerlo a diario. Y de nuevo han tenido que ser los infantes quienes nos den una lección de solidaridad, respeto por el medio ambiente y creatividad.

 

A través de distintos retos (que por algo se aprende jugando y no memorizando) los participantes han creado proyectos centrados en resolver inquietudes sociales. Porque la infancia no es tonta ni sorda, aunque a veces se lo hagamos ver desde el púlpito de los ‘mayores’.

Algo tan sencillo como instalar una nevera en los barrios para que los excedentes de comida puedan ser aprovechados por gente con pocos recursos, un mecanismo de envío de las verduras de la huerta a un punto de distribución, una merienda portátil y sostenible, una máquina para emplatar o un dispositivo para reforzar el sabor de determinados alimentos son ideas por las que muchas empresas pagarían mucho dinero a sesudos consultores. Lo que nos lleva además a plantearnos si no deberían ser premiados, además de con el reconocimiento, con el primer pago de sus vidas por una labor que ayuda a mejorar todo a nuestro alrededor.

40 niños y niñas de entre seis y 12 años, desarrollando sin límites (ni control telemático de horarios que les queme) durante cinco días todos estos conceptos en una escuela que no solo debería estar abierta en verano. O mejor, que debería estar implantada en las ya existentes de la red pública en todas las estaciones del año.

Y de paso, a pesar de su aportación (siempre loable) quizá habría que decirles a algunas de las marcas que apoyaron si no deberían mirarse a sí mismas de cara a lo que ofrecen al mundo. Aunque otras, dicho sea, ya están tratando de cambiar el planeta. Y consiguiéndolo, ciertamente.

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