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La nueva (vieja) vida de Rojas Clemente

David Blay Tapia
Uno de los errores más comunes en España, que no se da en países anglosajones, es que cuando alguien adquiere un negocio que funciona se carga de un plumazo a quienes lo han levantado, incorpora a su personal de confianza, hace decrecer su rendimiento y pregunta por qué la gallina de los huevos de oro ha dejado de ser rentable. No hace falta hablar demasiado del nepotismo de nuestro país. Basta con ver cómo los políticos colocan a su lado gente que de otra manera no tendría capacidad alguna de sobrevivir en el mercado laboral.

Quizá por ello, y por el hecho de ser de origen uruguayo, la decisión de Martín no solo ha mantenido el éxito del bar del Mercado Rojas Clemente sino que incluso lo ha potenciado, con algunos retoques cárnicos en forma de bocadillo procedentes de su tierra natal que han complementado a una de las barras más clásicas (y desconocidas) de la ciudad.

Cincuenta años pasó Enrique detrás de esa barrera, que en realidad no lo era por su cercanía con la clientela. Una serie de fieles que no solamente fue creciendo con el tiempo, sino que ha traspasado generaciones y ha llevado a hijos y hasta a nietos a uno de los templos del almuerzo en forma de iniciación familiar. Pero el tiempo pesa para todos y la necesidad de descanso aparece, así que desde hace un año permitió el cambio de manos de su segunda casa. No sin antes asegurarse de que la sucesión tendría sentido y no rompería el trabajo de toda una vida.

Volviendo al origen de la historia, la mujer de Martín trabaja en un supermercado cercano. Sabe que su marido quiere emprender en el sector de la hostelería hace tiempo. Se entera de que el local se traspasa. Y se lo comunica de inmediato. Son una de las dos candidaturas, pero ganan por una razón: pintarán y remodelarán, pero no tocarán el espíritu. Hasta el punto de que mantendrán a la cocinera (15 años de servicio) y a la camarera (23 en total). Para qué cambiar lo que funciona.

De eso hace un año ya. En el tránsito, el Mercado vuelve a la vida, con nueva imagen y nuevos inquilinos. Vuelve a llenar las paradas. Pero, sobre todo, se encuentra con un hábitat largamente reivindicado: el de la conversión por fin del aparcamiento en plaza peatonal, con árboles y parques y vida constante para un Arrancapins que comienza a erigirse en el barrio que sus vecinos han ansiado desde hace mucho.

Y mientras tanto, los almuerzos y las comidas siguen funcionando hasta el punto de que no parece apreciarse cambio alguno. Tortillas de todas las clases. Platos de cuchara. Torrijas bañadas en chocolate. Y las nuevas incorporaciones del dulce de leche en algunos postres y el chorizo criollo en algunos bocadillos.

Cambiarlo todo para que nada cambie. Una lección empresarial y de respeto por lo que se ha tardado décadas en consolidar de la que muchos directivos deberían aprender. Quizá cuando vayan, como muchos otros, a buscar un almuerzo que seguro que llevarán tomando allí años. Algunos, incluso, hasta décadas.

 

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