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El pesao de las flechas

WebJosé Antonio López
Esto es lo único que no ha cambiado. Está uno tan tranquilo en un bar y se le salen los ojos de las órbitas cuando se le cruza una guapísima dama. Al principio no le da importancia. Al minuto vuelve a mirarla. Al segundo nota cómo algo se ha colado por algún sitio y necesita conocerla.

Madre que p… al angelote, gordo, rechoncho y con un ojo tapado (que ya es significativo) de San Valentín que nos ha dado con la flecha. Al principio bien. Tranquilos, con el tiempo tendremos ocasión de acordarnos del santo padre del angelote.

Pero no siempre ha sido así.

Que sepan los jóvenes que antes se le echaba el ojo a la moza que, además, siempre iba con la madre. Por alguna razón, las “redes sociales” de la época, o sea el chismorreo, anunciaban que “fulanico” pretendía o lo intentaba a “fulanica”. En aquellos tiempos la palabra “fulanico/a” no era despectiva.

Otra cosa era ser un fulano. Como ahora.

En ese momento se ponía en marcha un equipo de investigación (que ríanse ustedes de los que hay ahora) para conocer la honradez del sujeto y sus poderes a la hora de que existiese la posibilidad de pensar en un futuro enlace.

Con el inicial beneplácito de las partes el pobre enamorado se sometía a ver pasear a su amada, ahora no con la madre, sino flanqueada por dos amigas, dos, una a cada lado (por cierto, bastante menos agraciadas que la candidata). Objetivo, llegar al centro. Labor casi imposible si no se contaba con dos “mártires” que entretuvieran a las acompañantes mientras el protagonista lo intentaba por el centro.

En algún momento, en el baile del pueblo, se asentía, desde las gradas, a que ambos enamorados se vieran cara a cara. La rojez de sus pómulos delataban mutuo romance. Ambas familias seguían, minuciosamente, la evolución económica de los padres, abuelos y demás…

Y comenzaban a caminar uno junto a otro, sin tocarse ni la mano, para conocerse. En muchos pueblos y ciudades había espacios dedicados a este noble menester que ahora bautizan como runner. Antes, andar de arriba abajo una y otra vez.

Durante el recorrido cientos de ojos de vecinos seguían el devenir de la pareja.

Ni un roce. Ni una sonrisa… de lo demás, para qué hablar.

Y las cosas iban surgiendo poco a poco. Ni la lluvia, ni el viento ni el frío o el calor podían evitar que la pareja anduviera una y otra vez por el “amódromo” que les llevaría a conocerse mejor. En aquella época, amigo, no se entraba en casa de los padres hasta que no se hacía válida y formal la relación.

En las fiestas, había un mayor acercamiento. La madre de ella, cómplice, se hacía la estrecha cuando la futura la miraba con ojos tiernos señalando al enamorado que, con ojos de cordero degollado, solicitaba un baile.

Eso sí, separaos. Cuando llegaban las canciones lentas, nada de cebolla, que pase el aire.

Pero, amigos, estaban juntos y notaban la calidez de la poca piel (la de las manos) a la que tenían acceso.

Nos llevaría tanto tiempo contar los detalles… Y serían tantos recuerdos, algunos tan gratos, como para apedrear a San Valentín y al gordo y seboso angelito que se podía haber metido la flecha en salva sea la parte.

Sonaba la canción de Adamo “mis manos en tu cintura” y nos empeñábamos en cantarla, a nuestra amada, al oído. Como no llegábamos a la oreja, por razones de decoro, se aumentaba la voz, de tal manera, que parecía un aullido de lobos empeñados en que, sus parejas, desistiesen del posible enlace porque nadie, ni nunca, le ha dado tantas patadas al pentagrama como lo hacíamos nosotros.

Eso sí, felices.

Añadiré que el resultado de tan espectacular baile era volver a tu casa y darte friegas de alcohol de romero en el pecho porque, la enamorada, había puesto sus codos sobre ellos con el fin de que no te acercaras demasiado y… duele, bastante. Lo prometo.

Las otras carencias y dolores no las mencionaré porque, a pesar de los tiempos… soy un caballero.

No se rían, amigos. Si son tan jóvenes que no han tenido que pasar por esto (y sólo es una parte) compartan este relato con sus padres. Les acercará más a ellos y lo pasarán en grande.

Eso sí, llévense dos aspirinas y un buen vaso de agua o de lo que quieran porque como les cuenten… será peor que recordarles la “mili” y esa, amigos, es otra historia.

No tenemos la culpa de haber nacido antes y, como a todos, nos gusta recordar. En ocasiones, sólo nos queda eso porque muy pocos dejan los teléfonos, los ipads, los ordenadores, la tele y… hablan.

Algún día…

 

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