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Desesperados

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José Antonio López
No es nueva la figura del personaje que entra a un bar o restaurante y exige un servicio inmediato. Normalmente, las personas normales, esperan el tiempo del servicio y agradecen la amabilidad y el trabajo de los profesionales que atienden el establecimiento y al cliente, pero…

Son las diez de la mañana y el bar está hasta los topes. Desayunos y almuerzos coinciden y el momento es de máxima actividad. Los camareros saben que el tiempo del que disponen los clientes es limitado y vuelcan todo su esfuerzo en atenderles correctamente.

El Desesperado entra como un ciclón en busca de un periódico y de un lugar en una mesa. Maldice que esté todo ocupado y busca, desesperadamente, con la mirada la posibilidad de que alguien se levante.

Tiene suerte, una mesa de ocho personas queda libre y el “señor” toma posesión de ella como si le fuera la vida en tan tamaña acción.

Hay grupos esperando. El está solo, pero llegó antes.

Periódico en mano y teléfono en la otra. El camarero corre entre las mesas e intenta complacer a todos. Hay buen ambiente.

El Desesperado pide, en voz alta, que le den la clave del “güifi”. Al mismo tiempo solicita su comanda, que es un café solo.

Cambia de parecer. Un cortado.

El camarero sigue su ruta llevando los almuerzos a los clientes que llegaron antes que él. Hay gente esperando, él sigue en la gran mesa, para que no le falte espacio.

Hay un momento en que el camarero sirve a la mesa de al lado y, a nuestro colega, no le tiembla el pulso a la hora de coger por el mandil al profesional y conseguir que los bocadillos de tortilla y el vino con casera acaben en la falda de la amable secretaria y en el traje de Emidio Tucci del jefe.

Se esconde tras el periódico mientras el camarero no sabe qué hacer pidiendo disculpas por una acción de la cual no es protagonista.

Han pasado diez minutos y la voz de nuestro Desesperado empieza a elevarse. Que si no puede ser. Que lleva tres horas esperando. Que nadie le hace caso. Que vaya m….a de servicio. Que…

Con el fin de tranquilizar al nota, el camarero se multiplica y le da la clave del “güifi” que, además estaba escrita en la pared. Le lleva el cortado e intenta hacer mutis por el foro escuchando, de lejos, los improperios de nuestro amigo que no para de afirmar el tiempo que lleva esperando y que, además, aún no ha abierto el periódico que guarda sigilosamente entre las piernas.

Acaba el turno de almuerzos. Ha pasado hora y media y se ha servido a tropecientas personas que entienden que todo tiene su tiempo y que, además, les sirven bien, para su satisfacción.

Nuestro amigo sigue en la mesa de ocho, con el periódico abierto, el teléfono fundido y un vaso reseco de cortado encima de la mesa.

Paga la consumición y se marcha no sin antes comentar al camarero que le va a poner una crítica “en las redes sociales anónimas” que se va a enterar. Para que la gente sepa lo malo que es su establecimiento.

Además había pedido un café, no un cortado.

El camarero, el dueño, el cocinero, que llevan más horas que un reloj trabajando, echan de menos los tiempos del antiguo Oeste, cuando en los Saloon tenían, bajo la barra, un colt 45.

 

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