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Sobrevivir un siglo a todas las Ruzafas posibles

30 May, 2019

David Blay Tapia
Aunque en la placa que luce en la fachada del local se fecha su inicio en 1922, lo bien cierto es que el Bar Biosca data de cinco años antes. Así lo atestiguan algunas fotos que Javi, cuarta generación pero primera alejado de la hostelería (aunque sigue cerca de manera indirecta) encontró en los archivos de su bisabuelo. El fundador, si nos atenemos a los registros históricos, de la primera bodega de un barrio que entonces aún era pueblo. Y que ni siquiera servía comidas, porque los que frecuentaban aquellos establecimientos eran en su mayoría ferroviarios que trabajaban a turnos en el muy boyante negocio de los trenes.

Entonces una buhardilla de metro y medio de madera sobre la barra servía de vivienda a sus antepasados. En aquella naia, que también estaba presente por ejemplo en la primera versión de Los Madriles, se turnaban para dar cabezadas rotatorias aprovechando el cansancio extremo de abrir la persiana durante 22 horas al día. El trabajo dignificaba, pregonaba la sociedad de inicios del siglo XX. Y aquel era el mejor ejemplo.

Su abuelo y su padre crecerían y se criarían dentro de aquellas paredes de mosaico que se mantuvieron intactas hasta que entrada la nueva centuria convenció a este último para realizar una reforma acorde a los tiempos. Pero antes pasarían muchas cosas.

Por ejemplo, que el primer Rafa Biosca tuviera que interrumpir su ayuda familiar por marcharse a luchar en la Guerra Civil española. Que, al volver, se encontrara con unos tiempos difíciles pero propicios para pasar de servir solo bebida a dar el salto a ofrecer almuerzos, un cambio cultural que convirtió al local en un referente que todavía hoy lleva peregrinos del pan a la calle Denia.

Que el segundo, su progenitor, comenzara a echar una mano en el negocio familiar cuando tan solo contaba con seis años, habiendo adquirido ya sus abuelos una casa frente al bar para no tener que depender de horarios ni transportes. Y que en el tránsito hacia su jubilación, donde a pesar de su paro forzoso sigue visitando cada día la que fue su casa real, tuviera que luchar contra la posguerra con una clientela que a base de desayunos, dominó, cartas y máquinas tragaperras fue permitiéndole mantener el negocio boyante. Sin ofrecer comidas ni menú alguno a mediodía, algo que hoy sigue manteniendo contracorriente, pero basándose en el buen hacer de una empleada durante 35 años llamada Lola que con siete tipos diferentes de tortillas atraía comensales de todas partes de Valencia. Aun en los momentos más oscuros del barrio. No demasiado lejanos, por cierto.

Javi vio eso y mucho más, como la tradición de vender chocolate y buñuelos caseros desde hace décadas en Fallas. Como las visitas constantes de El Titi, asiduo por la cercanía del que fue su domicilio habitual. O como los únicos días en los que podía entrar y sentarse: los de sus cumpleaños. Porque en el resto su padre le mantenía alejado de un ambiente no demasiado saludable para un niño de su edad.

También ha visto crecer, casarse, separarse y hasta morir a personas que han sido fieles al Biosca durante la mayoría de años de sus vidas. Y no ha tenido más remedio que seguir ligado a su pasado porque su mujer, Claudia, decidió comprarle el local y la licencia a su suegro tras haber pasado en el mundo de la hostelería por lugares como Sorsi e Morsi y decidir que quería gerenciar algo propio. Y, posiblemente, nunca hubiera tenido una oportunidad más a mano que esta.

Si preguntan a los habituales, les dirán que la tortilla de patatas nada tiene que envidiar a ‘must’ de la urbe como Alhambra. Que con el cambio de decoración y de carta han ganado mucho en cocina, aunque la restricción de la terraza les haya hecho caer últimamente la facturación. Y que incluso la influencia de un gimnasio cercano les ha llevado a preparar ensaladas fit acorde con los nuevos cánones ruzaferos.

Pero lo cierto es que más de un siglo después, el Bar Biosca sigue en pie. Funcionando. Sin necesidad de rincones ‘instagrameables’. Representando, quizá, el penúltimo reducto de un barrio que fue pueblo. Y que, en realidad, nunca ha dejado de serlo del todo.

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