29 abril, 2021
Salvador Manjón
Pocas veces las cosas acaban siendo lo que parecen. Pequeños detalles que pasan desapercibidos para la mayoría de las personas hacen que la idea que se tiene de una situación difiera bastante de la realidad. Especialmente cuando se ignoran las circunstancias que nos han traído hasta aquí y las consecuencias que han acabado teniendo.
La pandemia de la Covid-19 podría ser un buen ejemplo de cómo algo que en un principio parecía irrelevante: un pequeño murciélago en un lejano mercado de China ¿¿??, acaba convirtiéndose en el mayor problema de salud pública de la historia, de consecuencias económicas y sociales inimaginables. Y, aunque los problemas estructurales o coyunturales que puedan derivarse de esta situación en cualquier sector, también el vitivinícola, resulten insignificantes desde la perspectiva del conjunto de la situación, estos no dejan de ser importantes y requieren de la adopción de medidas inmediatas que ayuden a paliar los efectos que pudieran haber ocasionado las decisiones adoptadas para contener el virus y que tan gravemente han acabado incidiendo en el consumo. Así como aquellas otras que nos permitan una cierta adecuación a los cambios que sobre la sociedad, sus hábitos y consumo pudiera haber tenido la pandemia y que han llegado para quedarse o, al menos, acompañarnos durante un largo periodo de tiempo.
Y es que, sin querer entrar en comparaciones con lo que pueda suceder en otros ámbitos o sectores, el vino es un producto de grandes paradojas, donde los trampantojos son muy frecuentes y acaban transmitiendo una idea bastante equivocada de lo que realmente sucede en sus entrañas.
Para la gran mayoría de ustedes, el vino es un producto boyante, de lujo, marcador de estatus social, diferenciador y aspiracional; enormemente atractivo para personas socialmente muy relevantes y cuyo crecimiento en las últimas décadas ha sido exponencial en cuanto a su presentación y oferta de marcas, así como en precios.
Y, aunque no me atrevería a desmentir lo que cada uno de ustedes perciba, sí que espero que, al menos, me permitan aportarles algunas cifras que les acerquen un poco más a la realidad de un sector al que su gran proyección de futuro no le exime de una profunda reestructuración con la que acercar más el valor percibido con valor real.
¿Sabían que es un sector intervenido? Sí, que si mañana quieren plantar diez hectáreas de viñedo no pueden. O que una parte de su producción la deben entregar obligatoriamente a destilación y que, mensualmente, las bodegas deben presentar unas declaraciones sobre sus movimientos de producto y pagar una cuota sobre el vino comercializado según lo haya sido a granel o envasado. Pues sí, eso es así en toda Europa.
Contamos con poco menos de un millón de hectáreas de viñedo, más de cuatro mil bodegas, somos el primer país del mundo en producción de vino ecológico, el tercer exportador mundial en valor y segundo en volumen y nuestra producción en 2020 rozó los cuatro mil seiscientos millones de litros.
A cambio, nuestro consumo interno apenas supera los ochocientos ochenta millones de litros (19’55 litros por persona y año), mientras nuestras exportaciones deben cargar con el peso de dar salida a algo más de dos mil setecientos millones de litros a un precio medio de 1’12 €/litro. Mientras nuestros viticultores apenas hacen rentables sus explotaciones, con precios medios por kilo de uva que en la pasada vendimia que se situaron entre los diecisiete y los veintiocho céntimos de euro el kilo según zonas y variedades en la Comunitat Valenciana.
Cifras que nos sitúan como uno de los grandes productores del mundo, pero en el vagón de cola de consumo, del precio del producto, tanto en exportación y el mercado nacional. Con escasa rentabilidad en la viticultura. Lo que pone en peligro el mantenimiento de muchas explotaciones ante la falta de relevo generacional. Y un valor percibido (precio que está dispuesto a pagarse) muy alejado del valor real (calidad intrínseca del producto).
Como puede comprobarse, son muchos asuntos de gran transcendencia a los que el sector debe hacer frente, con poco más de doscientos millones de euros que llegan desde Bruselas vía lo que se conoce como Programas de Apoyo al Sector Vitivinícola Español (PASVE) y que van dirigidos a cinco medidas: reconversión y reestructuración del viñedo, inversiones, promoción en terceros países y destilación de subproductos. Todas ellas con la única idea de hacer del sector vitivinícola español un sector competitivo, rentable y capaz de abrir nuevos mercados y mejorar el precio medio allá donde ya está presente.
Problemas, todos ellos, que no deberían ocuparles más atención que la de su conocimiento, pero confío que este esbozo de gruesas pinceladas les permita mirar de otra manera cada botella de vino y ayudarles a valorar, en su justa medida, la calidad, el precio y el esfuerzo que hay detrás de cada una de ellas, así como el gran papel medioambiental que su cultivo representa para nuestro país. Pero, de eso hablaremos en otra ocasión.
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