8 septiembre, 2021
Salvador Manjón
Hablar de septiembre y no hacerlo de las vendimias, con sus estimaciones de producción, valoraciones de calidad y estado sanitario del fruto, resulta totalmente imposible en España. Pues, al hecho de que seamos el primer país del mundo en extensión de viñedo, con casi un millón de hectáreas, el que mayor número de ellas tiene en cultivo ecológico, con casi un quince por ciento; o los que más vino exportamos, superando los dos mil trescientos millones de litros; se une (o quizá debiéramos decir, gracias a ello, estamos en estas cifras) que el vino es una parte intrínseca de nuestras tradiciones y está presente en cualquier rincón de nuestra geografía. Lo que hace que el tránsito de remolques repletos de uva sea una postal habitual en nuestras carreteras desde mediados de agosto hasta bien entrado el mes de octubre, periodo en el que se extienden las labores de vendimia en las diferentes regiones españolas.
Hablar de estimaciones de producción, enfermedades, circunstancias climatológicas… incluso precios de uva y variedades es posible que exceda el interés de la mayoría de ustedes, pero son asuntos transcendentales para un sector que sigue teniendo en la comercialización y la ausencia de rentabilidad su talón de Aquiles a la hora de garantizar su continuidad y sostenibilidad medioambiental y económica. Resultando la vid, la única alternativa a extensos secarrales que acentúen la desertificación y despoblación de gran parte de las zonas vitivinícolas.
Desde hace algunos años, el sector trabaja por disponer de estudios científicos que permitan conocer, desde un aspecto independiente de sus operadores, cuáles son los costes de producción en cada una de las zonas y sistemas de producción. Tarea que presenta numerosas complejidades, ya que no solo es una cuestión de estar en secano o regadío, ser cultivada en vaso o espaldera, tratarse de una vitis vinífera u otra, incluso estar condicionada su producción por el reglamento de una denominación de origen. También hay otros aspectos como el sistema de poda o el fin para el que se cultiva la uva, que van a modificar, en algunos casos de manera muy sustancial, esos parámetros esenciales para poder aspirar a que el mercado cumpla con la Ley de la Cadena Alimentaria y no permita la venta a pérdidas de su producción al viticultor.
Ya pueden imaginar que absolutamente nadie, tampoco los viticultores, quieren vender más barato de lo que les cuesta producir un kilo de uva. Que todos ellos aspiran a maximizar sus ingresos y, en consecuencia, sus beneficios. Pero tampoco se les escapará que este no es un objetivo exclusivo de los viticultores, también bodegueros y distribuidores tienen las mismas aspiraciones y no todos ellos cuentan con la misma fuerza en el mercado.
Desde hace ya algunas décadas, hemos pasado de una sociedad dominada por la oferta a una economía donde la demanda es la que impone sus reglas. Cuando la oferta sobrepasa las necesidades del mercado, la calidad, factor determinante y discriminatorio antaño, se transforma en un requisito mínimo y otros factores, que poco o nada tiene que ver con el producto estrictamente, se imponen. Esto, que en otros bienes o servicios tenemos perfectamente asumidos como normal, lo atribuimos al valor de marca y reputación y lo asumimos con total naturalidad. Lo que no podemos decir que así sea cuando hablamos del vino. O no, al menos, en general. Y es que, a pesar de tener un comportamiento completamente diferente al que tenían nuestros padres o abuelos con respecto al consumo de vino, seguimos pensando en él como un alimento, una parte de nuestra dieta a la que resulta muy complicado otorgarle ese valor de lo intangible, como así hacemos en los productos que denominamos de lujo. Entender esta diferenciación es básica si queremos llegar a comprender, aunque solo sea mínimamente, lo que ha sucedido y cada día se acentúa más, con el vino, sus precios, presentaciones y oferta. Y, con ello, aspirar a solidarizarnos con sus aspiraciones, hacerlas nuestras y no sorprendernos (si no negarnos) a pagar unos pocos céntimos más por una botella.
Sensaciones, experiencias, emociones, recuerdos… nos invaden en cada copa de vino. Y es en base a ese espectáculo que nos ofrece su disfrute en compañía lo que debe marcarnos el rango de precio. Estaría bien que, durante estas semanas, cada vez que nos cruzásemos con un remolque cargado de uvas, pensásemos que detrás de cada uno de esos racimos hay una planta que nos ayuda a mantener nuestro planeta, una familia que ha trabajado duro para que llegue hasta ahí y una posibilidad única de fijar la población y luchar contra la despoblación.
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