29 junio, 2019
Dos mundos unidos por la Denominación de Origen Valencia. A bordo del nuevo Z4 de BMW ENGASA, visitamos el Barrio de la Exposición. En la margen izquierda del río Turia, junto al Paseo de la Alameda.
Texto: Rubén López Morán Fotografía y Vídeo: Fernando Murad / Vincent Loop
Las ciudades están hechas sobre todo de pasado. Un pasado que convive entre nosotros y al que no prestamos mucha atención inmersos como estamos en el presente. Pero el pasado está ahí. Y si fuéramos capaces de verlo bajo las diferentes capas que se han depositado encima, sabríamos que todo tiene un porqué. Por ejemplo: que el Barrio de la Exposición se llame así no es un capricho de la historia, sino más bien una consecuencia. La que sobrevino de la Exposición Regional de 1909. Una muestra comercial que organizó el Ateneo Mercantil de Valencia entre mayo y julio. Ocupando un terreno de 16 hectáreas de la margen izquierda del río, junto al Paseo de la Alameda. ¿Qué queda de aquel intento de la burguesía valenciana por mostrar a propios y extraños que el Progreso en mayúsculas por fin había llegado? Pues en pie permanece el atildado Palacio Municipal de Francisco Mora; el Asilo de Lactancia; y el Palacio de la Industria; esto es, Tabacalera. El resto desapareció del paisaje urbano porque mayormente se levantó en cartón piedra. Hoy el Hotel Westin, el remozado antiguo edificio de la Lanera Valenciana, ocupa una buena parte.
Este es el barrio que en 2001 acogió al cocinero Alejandro del Toro. Donde decidió abrir un establecimiento con su nombre y apellido. Una vez acabado su periplo formativo por las cocinas de Martín Berasategui, La Hacienda y Las Pedroñeras, de Manolo de la Osa. No obstante, mucho tiempo atrás se había curtido en la cocina familiar del Bar La Aduana, en el Puerto, donde su abuela paterna le inoculó la vocación. “A los diez años ya me hacía solo la cena”, recuerda ahora, compartiendo mesa en su restaurante con un miembro de la saga Valsangiacomo. Con Carlos, un integrante de la quinta generación de la familia que se estableció en el barrio del Grao a finales del siglo XIX. Llegada desde su tierra natal: el cantón suizo de Ticino. Un apellido que con solo pronunciarlo la imaginación salta a un mundo de muelles y barcos cargados de barriles de vino. De intercambios comerciales entre dos orillas del Mediterráneo: las de los puertos de Valencia y Génova.
Un vermouth centenario
La misma etiqueta de su vermouth Vittore representa la unión de ambos mundos. Justo en medio, el perfil más reconocible de la Valencia de principios del siglo pasado: la Lonja de la Seda y el Miguelete, escoltado por unas lomas tapizadas de viñas donde al fondo se dibuja la bodega donde Vittore Valsangiacomo inició todo en 1831. Servido siempre con un trozo de piel de naranja, un vermut (o vermú) donde confluyen una veintena de ingredientes botánicos, “pura alquimia”, apunta Carlos Valsangiacomo, confiriéndole un color y sabor peculiares, únicos, que en la fórmula magistral que guarda bajo siete llaves su hermano Arnoldo –y que en su día ideó Don Benedetto Valsangiacomo, elaborando la primera botella en 1904–, une como dedos entrecruzados la voluptuosidad del monte mediterráneo y la frescura de los prados alpinos. Una bebida que acompañará el entrante que Alejandro del Toro desgrana pausada y delicadamente: Gelatina de calabaza a la naranja con salazones caseros sobre una base de queso cazoleta al eneldo y cítricos. Rematada con unos piñones nacionales y mayonesa de tomate y albahaca. Una epifanía en el plato.
Alejandro del Toro nació en el barrio marinero del Cabanyal en 1973. Un dato que no es baladí, porque los Poblados Marítimos marcan y mucho las biografías. Tal vez porque hicieron de la pura supervivencia su manera de vivir. Hasta tal punto olvidados por una ciudad que hasta hace cuatro días vivía de espaldas al mar, parapetada tras el foso natural que el río Turia abría entre sus puertas y el horizonte dilatado. Hoy sin embargo los poblados parecen vivir su penúltima resurrección. Quizá, esta vez, el futuro les depare la dignidad que merecen unas calles tiradas en paralelo al litoral, abriéndoles unos pasajes por donde corre, durante las noches cálidas de verano, una brisa fresca y salobre. Donde los vecinos de toda la vida salen a tomar la fresca, a soltar la sin hueso, como lo están haciendo justo ahora Carlos y Alejandro mientras toman el blanco de Malvasía Santjaume, añada 2018.
Pura vida y devoción en copa, que hunde sus raíces en la Vall d’Albaida. Anticipo del Ravioli de rubia gallega con cremoso de patata y trufa de verano elegido como plato principal. Seda para el paladar. Dos creaciones que son cuerpo y alma de una forma de ser y estar. Una, fruto de cuatro generaciones de hosteleros, que tuvo su cénit culinario con 1 Estrella Michelin entre los años 2003-2009; y la otra, sumando cinco, prácticamente bicentenaria, inmigrantes de La Suisse, y que llegaron sin billete de vuelta para quedarse para siempre con nosotros. Gracias.
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