José Antonio López
En estos primeros días de noviembre me ha tocado visitar más restaurantes y locales que en toda mi vida. Ya sé que exagero, pero es un botón de muestra que nos indica que, en ciertas fechas, todos tienen prisas por hacer algo.
Y se saturan.
A lo que vamos, que aquí hay que sonreír.
En muchos de los nuevos restaurantes donde he estado, me he dado cuenta de que los servicios han ganado en calidad y limpieza.
Bien.
Por una parte, porque los dueños los cuidan y, por otra, porque los clientes los respetan.
Bien, en todos los casos.
Lo peor ha venido en los cinco últimos locales que he visitado.
Me explico.
Saben que en el servicio de hombres hay dos tipos de “tazas” (fino que es uno). Una de ellas la tradicional y la otra, no menos tradicional, llamada el “desbeber de los patos”.
Aquí está el problema.
Estos artilugios que están frente a la pared y que nos obligan a ponernos en fila y mirando a la ídem sin posibilidad de cambiar el ángulo focal para no herir sensibilidades, han sufrido una notable transformación. Sobre todo en los locales nuevos, en los antiguos, todavía hay tregua.
Resulta que hay una normativa que regula la altura del “desbebedero” y me agradaría saber quién calcula y ordena la distancia del suelo, hasta salva sea la parte donde hay que llegar para quedarse tranquilo.
Perdón si me equivoco, pero, al parecer, estoy en lo cierto.
Una vez en el servicio uno se encuentra ante una “taza estratosférica” a la que es difícil llegar.
Ya me dirán apuntar.
La altura es desmesurada y, salvo que el dueño del local, que también padece “del mal de alturas” no se solidarice con el cliente colocando estratégicamente unas cajas de refrescos vacíos o una escalera, que está allí por casualidad, no hay forma de cumplir, honradamente, con el menester que solicitamos al entrar en tan íntimo lugar.
Me decía mi amigo Antonio (de Padua) que eleva al cielo su bar frente al Mercado Central llamado “Habelas, Hailas” que es muy normal ver salir al cliente con un rictus en el rostro reflejo claro del “estirón” que ha tenido que ejecutar para no quedar mal y cumplir con su cometido” o bien la comparación con las papeleras que siempre están vacías y los alrededores llenos.
Yo creo que la cosa es más sencilla.
Les prometo que voy a averiguar la distancia adecuada para colocar estos artilugios y que no sea una constante humillación para las personas que, como un servidor, llegan donde llegan, sin más pretensiones.
Además, con tanto estirar, estamos colaborando a la infertilidad de nuestra nación llamada España.
Falta, que, además de que uno es normal, te lo pongan más difícil.
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