David Blay Tapia / Foto: Vicent Bosch
La Copa América nunca volverá a Valencia. Al menos, no en esta generación. Es evidente que representó todo aquello que hoy se quiere quemar, como una falla. Comenzando por la política despilfarradora de los grandes eventos y siguiendo por la construcción efímera de instalaciones que luego acaban en desuso. Allí sólo comen ya las ratas. Y a veces ni eso.
Sin embargo, aunque algunos no lo consideren deporte demostró ampliamente que sí lo es. Que se lo pregunten a los señores de 140 kilos que tenían que arriar velas contra el viento a golpe de bíceps. Y todo ello comiendo arroz, pasta y pollo. Que no es lo mismo darle a un balón que a una manivela con un barco en movimiento.
Vaya por delante que todos los deportistas, en menor o mayor medida, comen lo mismo. Aunque en este artículo no hablaremos de ellos, sino de lo que se metieron entre pecho y espalda sus jefes, sus patrocinadores, los invitados VIP y toda clase de personas que jamás habían visto un ‘Fórmula 1 del mar’ pero que no tuvieron reparos en seguir las regatas a pie de agua mientras se ponían como el Quico.
Sólo contaremos, como curiosidad, que los encargados de navegar desayunaban zumos naturales, bebidas energéticas (había una mesa de cuatro metros sólo para albergar todas sus variedades), frutas exóticas, bacon, huevos revueltos y a veces arroz. Con la salvedad de que a las tripulaciones de 40 personas les hacían raciones para 80. De lo que engullían los ‘angelitos’.
Pero lo mollar del asunto venía en los botes de apoyo. Donde iban aquellos que, en plena burbuja de todo lo imaginable, se pegaban el festín padre (y madre) con la excusa de descubrir la competición y confraternizar con sus organizadores.
Para empezar, algo debe quedar claro: la integración con la gastronomía local fue mínima. Sí, los restaurantes estaban llenos. Sí, se revitalizó el Puerto. Pero no fue precisamente por los llegados a través del campeonato. O, al menos, no por muchos de ellos. Sirva como ejemplo el defensor, Alinghi, que traía el catering enteramente desde Barcelona. Y apenas unos pocos postres de una cafetería ya extinta en la calle Cirilo Amorós de Valencia. Es decir, no se servía paella, sino que pedían rissoto de setas. Y el único vestigio era la gamba roja de Denia. Que a veces ni lo era. Pero en aquella época todo valía.
El sibaritismo era máximo. No sólo por lo que se comía, sino por lo que se exigía. Los cocineros debían preparar menús a la carta para señoritos y señoritas, donde se les exigían platos vegetarianos o incluso kosher. Que se lo pregunten al director de ACM, que al enterarse de que se había comido una hamburguesa de cerdo montó un pitote que aún se recuerda.
Vayamos al ‘menú básico’, al que valdría más la pena llamar ‘festival’: raciones de foie fresco, bombones de foie con pistacho, brochetas de frutos de mar, solomillo trinchadito (no sea que tuvieran que esforzarse en cortárselo), tablas de 20 clases distintas de quesos, 25 panecillos diferentes… y unas ‘outsider’ albóndigas con sepia que, contra pronóstico, eran de lo más demandado.
En las entregas de premios la cosa se ‘tranquilizaba’ un poco (a 150 euros el cubierto, of course), con la tranquilidad estomacal que daba una vichyssoise fría con pan y hongos, el clásico solomillo con foie y un coulant de postre.
A ello se le unían encargos especiales para complementar el asunto: patata morada importada desde Chile, nidos de pasta con rape de los de 40 euros el kilo, bratwurst especiales de Alemania, barbacoas con 10 cochinillos de 12 kilos (que, por supuesto, no cabían en los hornos) y días de pelar 1.000 langostinos. Uno a uno y quitándoles las tripas con palillos.
Y, sin embargo, el auténtico desfase venía en la bebida. Había cámaras que SÓLO albergaban champagne Möet Chandon y agua Perrier. Y tanto en lo gastronómico como en lo espirituoso sobraban tantas raciones diarias que el personal ‘auxiliar’ (o sea, cualquier que no compitiera, ‘postureara’ o pusiera pasta) llegaba a casa el fin de semana con viandas que le hubieran costado medio sueldo a precio de mercado.
Las risas venían cuando, en la rotonda de la playa de Las Arenas, había controles de alcoholemia. Y paraban a políticos con más alcohol que agua en la sangre. Pero, como correspondía a aquella época, una llamada hacía desaparecer a la patrulla de su emplazamiento. No había necesidad de recaudar.
Al final, al menos se dio faena a unas cocinas que costaron 360.000 euros. Por barco. La Copa América como paradigma de la sociedad que fuimos. Y de la sociedad en la que comíamos. O en la que comían. Algunos.
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