David Blay Tapia
Cuando estudiaba en el colegio de los Jesuitas de Valencia, en el barrio de Campanar, pasar al vecino Beniferri era casi un acto heroico. Ni la Avenida de las Cortes Valencianas, ni el ¿nuevo? Mestalla ni el Casino aparecían siquiera en el horizonte. Ni mucho menos la más cercana en el tiempo (y remozada) avenida Maestro Rodrigo. Recuerdo, vagamente, haberme equivocado de parada de metro y salir pitando. Y no por una percepción de peligro, sino por parecer que estabas muy fuera de la ciudad. Totalmente fuera, de hecho.
Posiblemente por eso no albergue recuerdos, ni amistades, de gente que creció allí en su infancia. Pero la hubo, como en todas partes. Y, por lo que pulsas una vez pasado el tiempo, fue una etapa feliz. Más cercana a la vida de un pueblo que de una urbe propiamente dicha.
Hoy un centro comercial, rascacielos y un palacio de congresos hacen muy reconocible su estampa. Pero sigue habiendo pocos coches que giren el volante al otro lado y descubran, por un camino estrecho, chalets adosados contra el urbanismo vertical y una suerte de casa antigua perfectamente conservada, remodelada y sorprendente en su interior. Una alquería centenaria que fue casa de labranza y que, al menos en sus platos, no rehúye de la tradición agrícola de la zona.
La pregunta es: ¿puede un restaurante revitalizar un lugar? Si nos vamos a Barcelona, quizá la respuesta sea fácil. Los hermanos Adrià crearon en su momento elBarri y hoy, en apenas dos esquinas, se enlazan algunos de los mejores locales de España como Enigma, Niño Viejo, Hoja Santa o Tickets.
Pero no olvidemos que la ribera del Turia no es la del Llobregat. Ni siquiera la del Manzanares. Y que proyectos con largo recorrido en las grandes capitales han caído rápido aquí. El último, Picsa.
Sin embargo, cada vez se genera una mayor demostración de que aun saliéndose de las habituales rutas, las ideas comienzan a calar. Le pasó al cercano Kaymus. A La Salita. Y, hace muy poco, a Ricard Camarena con su traslado a Bombas Gens.
Eso, la morriña de la familia y la convicción de que a su ciudad le faltaba una oferta concreta, la del pescado a la brasa, llevó a Pablo Chirivella a volver a su tierra tras pasar por lugares tan variados como Hong Kong, Inglaterra, Euskadi, Tenerife o México.
Se convenció a sí mismo que el que fuera hogar de su (insigne) bisabuelo podía albergar un espacio y unos sabores diferentes. Y a golpe de menú con entrantes valencianos y leña incandescente empezó a hacer hablar de él a muchas personas que jamás pensaron que conducirían por el Camí Vell de Llíria.
Hoy trata, con la fuerza que le da haber descubierto Beniferri a sus paisanos, de pelear por que le permitan ir regenerando poco a poco los alrededores del barrio de su niñez. Casi compartiendo pulsión con FumiFerro en el Cabanyal.
Y mientras, ha decidido apostar por lo sencillo. Dos menús. Platos iniciales cambiantes. Pescados frescos, enormes y sabrosos asados como en pocos lugares de la Comunitat. Arroces, para los que opten por lo más clásico. Una bodega con capacidad para más de 2.000 botellas. Y la sensación, por fin, de haber roto el pensamiento de que se come por la ubicación y no por la calidad.
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