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¿El vino? Hasta con gaseosa, como mi abuelo

David Blay
Muchas veces acusan a nuestra generación (y nosotros a las que vienen por detrás) de no haber tenido problemas reales. Como si fuera requisito indispensable haber vivido una guerra, una catástrofe natural o una desgracia cercana para ser capaces de disfrutar de la vida. Como si quisiéramos llegar a la felicidad a través del sufrimiento previo y no de la valoración de lo que tenemos la suerte de encontrarnos en nuestra época.

De hecho, vemos en aquellas personas que se consideran exitosas a nivel empresarial (y que muchas veces han construido sus compañías a costa de no ver crecer a sus hijos, por ejemplo) los resquicios de aquellas amarguras. De haber tenido que vivir en algunos casos el hambre, la persecución ideológica, la pérdida de seres queridos o hasta las tres cosas a la vez.

En ocasiones trato de explicarles que nosotros no tenemos la culpa de poder comprar un buen vino valenciano por cinco euros en un supermercado. De que nuestros billetes de avión cuesten menos de 100 euros entre la ida y la vuelta. De disponer de la tecnología para poder trabajar desde donde queramos, sin que nos obliguen de manera absurda a sentarnos ocho horas cuando somos capaces de acabar nuestras tareas en menos de cuatro. Y que esforzarse, esa palabra sempiterna, no significa estar más tiempo sino pensar cómo ser más eficiente. Y una vez conseguido, celebrar que nos queda gran parte del día para disfrutar con nuestra gente.

Mi abuelo paterno, contra su voluntad, luchó en la Guerra Civil. Llegó a estar presente en la Batalla del Ebro. Fue condenado a un campo de concentración en Canarias. Y gracias a algunas buenas personas y a que sabía tocar la trompeta, consiguió que le conmutaran la pena y volver a Almussafes.

Allí abrió una tienda de ultramarinos. Crió a mi padre. Fundó la Sociedad Musical del pueblo. Comió los distintos arroces que cada día le preparaba mi abuela. Y siempre, fuera cual fuera la calidad del caldo, el vino se lo tomaba con gaseosa.

Tengo algunos papeles suyos con los que espero en el futuro poder escribir un libro basado en su vida. Pero la mayoría de estos temas deberé ficcionarlos, porque cada vez que trataba de contarnos lo que pasó en esos tres años se ponía a llorar y fue imposible arrancarle más de tres palabras. Por eso no sé cuántas expresiones de aquellos instantes seré capaz de reproducir.

Sin embargo, lo que tengo claro es que su ejemplo me acompaña hoy. El de no generar polémicas absurdas, aunque estemos en el bando contrario a otras personas. El de pasar el máximo tiempo posible con mi familia, con o sin confinamiento. Y el de tomar al menos una copita de vino al día.

Sabiendo, como en la guerra, que hay gente que puede morir hoy mismo. Y que desgastar energías en peleas absurdas solo nos lleva a la infelicidad. Y lo de hoy, pese a todo, no lo es. Al menos, comparada con lo que les tocó vivir a ellos.

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