José Antonio López
Tendrán que hacer las mesas más grandes o poner una supletoria al lado de cada comensal, de lo contrario, los restaurantes, cafeterías y demás locales de ocio… lo tienen, pero que muy crudo.
Ya hemos hablado de lo molesto que es no saber dónde colgar la chaqueta, el abrigo o el bolso de las señoras cuando uno va a disfrutar en algunos restaurantes y cafeterías.
El tema que nos ocupa vale para todos.
Pero si esto fuera poco, ojo al parche, porque desde hace algún tiempo, un invitado de honor ocupa la mayor parte de nuestra mesa.
Hoy es un gran día. Vamos a celebrar el santo de un colega y nos ha invitado a comer. Sabe a lo que se arriesga, pero ha insistido y palos a gusto no duelen.
Cuatro amigos dispuestos a pasarlo bien.
No hay nada mejor.
Hemos quedado en la puerta del restaurante y, un servidor, que es muy suyo, ha llegado unos minutos antes.
Espero.
Lo primero que me sucede es que uno de los amigos se pasa de largo. Va atendiendo el teléfono y seguro que se mete en la farmacia que hay al lado. Otro me llama, cortando la comunicación una y otra vez “porque entran otras llamadas”, para preguntarme en qué sitio hemos quedado.
Estoy debajo de su casa.
El resto vienen con una enorme sonrisa en el rostro y mirando los móviles como si en ello les fuese la vida.
Ya estamos todos juntos.
Entramos y el maître nos pregunta si somos cuatro. Claro, hombre ¿no lo ve? no querrá que se nos una el Orfeón Donostiarra.
Mis colegas siguen pendientes del móvil. Estoy por darle la razón al profesional y pedir una mesa para diez.
Me contengo.
Una vez acomodados ¡Dios mío! empiezan a salir móviles de los bolsillos y a ser colocados en las mesas. Tenemos que retirar la vajilla, y la plantita decorativa pasa a mejor vida. Una tienda entera de aparatos.
Mi cara es un poema y estoy a punto de mandarlos a…, ustedes ya saben. Me dicen que la vida es así. Que soy un antiguo y que hay que estar conectado permanentemente. Callo. Otorgo.
El maître, el del orfeón, se tira de los pelos. Hace media hora que tenemos la carta ante nosotros y son tres las veces que el pobre hombre ha intentado anotar la comanda.
Imposible. Cuando no es uno, es otro el que atiende el infernal aparato.
Voy por libre. Pido lo que me apetece y comienzo con una copa de vino y un buen plato de jamón y queso que, a propósito, he pedido me lo pongan a mí y pasen de mis amigos.
Ni se enteran.
Con el segundo trago de vino, se ha incorporado a la mesa una agenda electrónica y una tablet de esas. Estoy a punto de poner dos mesas juntas.
El queso, exquisito, salvo que me tomo el vino de un trago y pido otro que termina de la misma manera. En mi familia, cuando uno se asustaba, le daban vino. No he perdido la sana costumbre. Hasta diría que me gusta asustarme.
Me he asustado.
Por todas partes del restaurante suenan extraños sonidos con diversas melodías que van anunciando los mensajes, las llamadas, los “guasas” y los correos recibidos.
Puñeteras músicas que me alejan del placer de la conversación. De compartir momentos in olvidables con mi gente y de celebrar el santo, que para eso hemos venido.
Sigue la sinfonía y las atenciones. No sé quién ni cuándo han pedido pero, el caso es que la mesa se va llenando de platos y de botellas de vino (en su cubitera correspondiente lejos de los teléfonos.)
Cuando sea mayor quiero ser cubitera.
Le pregunto al maître que quién y cuándo se ha pedido la comanda. Me hace un guiño y me dice que ya los conoce y que no me preocupe. Sí, me preocupo porque, como están atontaos con los teléfonos, son capaces de pagar la cuenta veinte veces.
No se enteran.
Disfruto de la comida y hago la guerra por mi cuenta. Estoy a punto de ir recorriendo mesa tras mesa, probando lo que comen los demás comensales. Ni se enteran.
Me da por reirme.
Pido un buén café cuando los demás aún van por las croquetas.
Un orujo alivia mis penas que, cada vez son menos.
Estoy rodeado de una orquesta desconocida.
Me levanto y me despido. Sonríen y me hacen señales como de disculpa. Debo entender que los negocios son los negocios.
Salgo a la calle y meto la mano en mi bolsillo. Allí está tranquilo, mi Nokia gris que sirve para llamar y que me llamen.
Me alegro de no haberlo sacado.
Seguro que me lo roban.
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2 comentarios en
Leti el 6 marzo, 2015 a las 8:28 am:
Me ha impactado este artículo y es que es la cruda realidad… Dios mío, que estamos haciendo con el diálogo y la comunicación??
José Angel Serna CUÑADISIMO el 14 marzo, 2015 a las 8:41 pm:
Querido cuñado, ahora que he aprendido a escribir en este horroroso artilugio, me doy cada vez más cuenta de lo inteligente que eres. Otro día leeré otro artículo con el que nos deleites. Eres el mejor. Un gran abrazo.