Existe la creencia entre los no valencianos que en la Playa de Las Arenas son referencia única La Pepica y La Marcelina. Por su calidad, obviamente. Por su tradición, de manera indiscutible. Y por la gente top que ha pasado por allí, indudablemente.
Sin embargo, una vez más cuando rascas entre la población local se abren muchas alternativas. Máxime en una zona que, pese al proverbial pasotismo del ciudadano de la capital del Turia con respecto a la cornisa marítima, las alternativas de calidad aún igualan a las puramente turísticas.
Justo al lado de los dos tótems gastronómicos de la paella marinera se ubica el Restaurante Azahar, con una historia no comparable en cuanto a la temporalidad pero sí en términos de emprendimiento, servicio, familiaridad y sabor,
Rescatado por una familia siempre ligada a la hostelería, su apuesta por los productos propios, su amabilidad con los clientes y sus precios atraen desde familias a futbolistas. Así lo constatan las camisetas de equipos de Primera División colgadas en sus paredes y las constantes visitas de integrantes de la plantilla del Valencia. Una ‘romería’ que inició Emiliano Moretti y que han continuado hombres como Banega, Piatti o Feghouli.
Pero su intrahistoria va ligada a un plato y a un conjunto ya extinto de la élite del baloncesto femenino. No en vano gracias a la ex-escuadra presidida por los hermanos Ros García muchos europeos descubrieron una receta que todavía algunos lugareños desconocen.
En la era de la posguerra, los carabineros eran considerados ‘las gambas de los pobres’. Tanto es así que al final de cada jornada los mercados los regalaban. Y, en algunos casos, incluso al ser capturados se volvían a lanzar al agua. Una práctica habitual en Valencia, la de defenestrar productos propios de alto nivel en beneficio de otros foráneos.
Pero para quienes han vivido toda su existencia mirando al Mediterráneo, como es el caso de Jaime y Marcial, era inconcebible la idea de dejar de lado una posibilidad arrocera de nivel y muy poco explotada. Y desde hace una década apostaron por servir un arroz rojo con los susodichos carabineros y un toque de rape que cada vez se abre a más mentes y estómagos en el ‘cap i casal’.
Aun así, hubo un tiempo en el que quienes más lo cataron fueron los árbitros designados por FIBA para dirigir los partidos en casa del Ros Casares. Mucha gente desconoce los protocolos, pero en estos casos es el equipo anfitrión quien recibe, alimenta y traslada a los colegiados.
De este modo, aquellos que llegaban esperando una paella clásica se encontraban con dos (gratas) sorpresas: sentarse mirando a la playa aun encontrándose en pleno invierno y comer un plato que difícilmente volverían a probar en su vida salvo que retorrnaran al Este de España.
Huelga decir que la satisfacción fue unánime. La siesta posterior en el Hotel Astoria (del que hablaremos el mes que viene), antológica. Y los arbitrajes, ligera aunque imperceptiblemente generosos con las locales.
Por desgracia, las fuerzas de aquella era no fueron suficientes para plantar cara a presupuestos muy superiores, a pesar de haber desfilado por el pabellón de la Fuente de San Luis jugadoras como Amaya Valdemoro, Margo Dydek o Chamique Holdsclaw. Sí lo serían posteriormente, pero con una inyección económica doblada, un club mucho menos familiar y la amenaza latente (luego confirmada) de la desaparición tres días después de ganar la Copa de Europa.
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