David Blay Tapia
En ciudades como Madrid es muy común coger el coche durante una hora para ir a comer a algún lugar concreto. Entre otras cosas, porque en 60 minutos no sales del área metropolitana. Y menos si pillas uno de esos atascos que tanto gustan a Isabel Díaz Ayuso.
Pero para los valencianos irse a El Palmar ya es un pateo. Así que no digamos a visitar Casa Manolo en Daimús o El Faralló en Denia. Puedes tener tus lugares favoritos de veraneo o Semana Santa, pero difícilmente quedas con alguien (aunque quieras impresionarlo) si tienes dos horas entre ir y volver a la capital del Turia.
Quizá por eso los proyectos ‘faraónicos’ escasean lejos de las capitales. Y posiblemente la visión de Borja y Clara cuando vieron un local de seis mesas detrás de un cristal en Jávea les llevara a abandonar su vida en Madrid para cambiar la de muchos en La Marina.
No es fácil rebajar la tensión vital de la ciudad más grande de España para cambiarla por tres meses de locura en verano y una enorme quietud (relativa) durante el resto del año. Más cuando desde allí obtienes la medalla de Bronce en Madrid Fusión. Y seguramente las ‘presiones’ por trasladar tu éxito a focos más alumbrantes son constantes.
Pero cuando descubres el trasfondo todo cambia, curiosamente en esa edad en la que los mayores te dicen que tienes que matarte a trabajar y comerte el mundo y tú estás haciendo el camino inverso. No porque no te esfuerces, todo lo contrario. Sino por decidir que tu lugar, tu día a día y tu propuesta estará donde te apetezca estar y no donde marquen las modas gastronómicas.
Puede tener que ver con la afición casi oriental de Borja de cuidar a fondo sus bonsáis cuando cierra el servicio. O con Clara ayudando en la limpieza del local a primera hora de la mañana, mientras da vueltas en su cabeza a si llegan un presentador de televisión o un productor de cine a sus mesas ese día, qué vino ofrecerles y cómo dirigir la conversación culinaria.
Y, como suele ocurrir cuando quien llega sube un nivel la oferta, pronto lo mejor del lugar comienza a tratar de atraerlo. Ocurre con los proveedores, que no solo traen buen género a Tula sino gracias a los contactos cruzados consiguen nuevos clientes. O con otros negocios, que a través del asesoramiento incrementan todavía más la originalidad o sabor de sus platos y suman un punto añadido a un público masivo ya de por sí en verano. Planteando incluso franquicias futuras.
Hasta aquí, por cierto, no hemos hablado de comida. Posiblemente porque quien esté leyendo esto intuya que está muy buena. Pero recapitulando, existen varios must que hacen volver de manera recurrente a los comensales: unas croquetas de jamón ibérico cuyo interior es más líquido que sólido, un taco de hoja de siseo con panceta, anguila ahumada y misonesa que les han obligado a que no pueda ser retirado de la carta, las cocochas de merluza a la parrilla con escabeche de cebolla y cebolla ahumada o el arroz con leche caramelizado en homenaje a Casa Gerardo.
Para demostrar, una vez más, que en este mundo tecnológico, de contactos y de boca a boca no hace falta estar en los centros de poder para convertirse en poderoso. Y que cada uno puede elegir vivir donde le apetezca sin por ello perder la luz que hasta ahora parecía que solo podían dar las grandes urbes.
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Un comentario en
Juan el 5 septiembre, 2019 a las 7:50 pm:
Totalmente de acuerdo comtigo Dsvid.
Juan Silla