Jaime Nicolau
Manos agrietadas. La tez oscurecida por el sol. Piel dura. Carácter inmortal. En su casa amanece mucho más temprano. El campo espera fiel a la cita diaria al salir el sol. Así es el despertar en millones de hogares españoles. Esos en los que vive un amigo agricultor. Una palabra que debíamos enmarcar para que, cuando pase todo esto, jamás nos olvidemos de ellos y los situemos en el lugar que merecen. Ese del que nunca debieron bajar. Su carácter introvertido, fruto de las horas en la soledad de la viña, el naranjo o el cereal, les hará ruborizarse con el aplauso desde nuestros balcones. Bello gesto, pero el respaldo debe ser de otra manera.
Si le aplaudimos en su regreso a casa a la puesta de sol, él agachará la cabeza con el corazón encogido y la lágrima contenida. Está muy bien. Es más que merecido, pero necesita más. Necesita que cada uno de nosotros sepamos que ese producto que elegimos en el supermercado ha pasado durante meses por sus manos. Que lo ha mimado durante todo un año. Que ha derrochado miles de gotas de sudor, que ha pasado mucho frío, que sus botas han pateado miles de kilómetros sobre una tierra fértil. Y que, al final de todo ese esfuerzo, le han pagado tan poco que ese año le ha costado dinero que tú te puedas llevar el fruto a la boca. Si lo que pones en tu cesta es un vino, también ha pasado por sus manos. Ha pasado el mismo frío y el mismo calor. Ha recorrido los mismos kilómetros entre viñas, mimándola e incluso conversando con ella. Y esa uva ha acabado en una bodega o en una cooperativa y, al final, en la botella que pones en la cesta.
Esta crisis de la Covid-19 pasará, pero una de las enseñanzas que nos debe dar es valorar al agricultor como merece. No solo porque ahora se esté dejando la piel porque no nos falte nada en la mesa, que también. Hay que hacerlo por convencimiento social. Porque el sector agrícola mueve el país. El medio rural es, cuanto menos, uno de los pulmones que nos permiten respirar. Y estamos matándolo con un tabaco envenenado. Si no hacemos que tenga sentido cada una de las gotas de sudor y cada uno de los días de frío de sus vidas, no tendrá sentido continuar. ¿Y entonces qué? Pues que la naranjas que usted se coma vendrán de África, Marruecos o Sebastopol. Pues pasará que el vino que usted beba no habrá crecido en nuestras viñas. Pasará que el medio rural estará sentenciado a muerte. Pasará… que tenemos que evitarlo. Está en nuestra mano evitarlo. Para empezar, consumamos kilómetro cero de verdad. Dejémonos de gilipolleces. Y valoremos cada día su trabajo como se merece.
Y ese sí será el aplauso que el agricultor reciba con la sonrisa en la cara cuando camine cabizbajo regresando a casa a la puesta de sol. Ese aplauso sí hará que libere esa lágrima presa en sus ojos. Que ese aplauso sea eterno.
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