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Al agua, patos

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José Antonio López
El abuelo se ha levantado a las cinco de la mañana para poner la sombrilla en primera línea de playa. Quiere, como de costumbre, ser el primero. Está acostumbrado. Durante todo el invierno hace lo mismo para estar en la cola del ambulatorio.

Sombrilla clavada con esmero. El “bujero” perfectamente hecho y relleno de arena mojada para que haga pared. Delante, y bordeando la sombrilla, un muro de contención por si a las olas les da por dar guerra y llegar hasta donde se sentará la familia.

“Caguen” es el segundo. El Federico se le ha adelantado. Ha bajado a las cuatro y media. Dormita en la tumbona. El abuelo arma la suya y se sienta. Comienzan a hablar de sus cosas. No hay nada mejor que unas vacaciones para descansar, sobre todo porque no hay que adaptarse a los horarios. Evidentemente.

Una hora más tarde la playa parece el “club del Imserso”. Todo lleno de abuelos con las mismas pretensiones. Se conocen, hablan. En las casas, las familias, descansan.

Descansan, relativamente, la abuela ha madrugado, como siempre, para preparar las pitanzas de la familia. Cacharros, sartenes, trituradora… la sinfonía culinaria se pone en marcha haciendo que, más de uno de los que se acostaron tarde, recuerden los tiempos de la guerra.

Se oye un tremendo grito que hace que toda la casa se ponga en pie de guerra. Tranquilos, la sangre no llega al río. Los padres se habían despertado con el ajetreo de la abuela y habían aprovechado el tiempo de intimidad para “hablar un poco” conversación que se vio interrumpida cuando Lucas abrió repentinamente la puerta para dar los buenos días a sus padres. El hecho se vio agravado porque, el nota, entró vestido con un bañador, las gafas y el tubo de bucear, las aletas y una caña de pescar.

Todo un espectáculo soportable en condiciones normales.

A Lucas se le ha hinchado un ojo después de su entrada triunfal.

Tortilla de patatas, filetes empanados, ensaladilla rusa. Tinto, gaseosa y una coca cola. Todos para la playa, inclusive el “tuerto” que se queja del porrazo.

Como si todo estuviese milimétricamente programado, desembarcan trescientas familias a la vez, en la playa, rumbo a las sombrillas que los conquistadores tomaron, en cabeza de playa, unas horas antes.

Los abuelos, ni se enteran. Están en brazos de Morfeo y piensan seguir así hasta que pase la primera bañista en top-less.

Todos a la vez. Los niños desaparecen en el agua. Un “patito” sale volando y los manguitos de Marta están pinchados. Todos huyen de la crema que les protegerá del sol. El padre mira a la madre con un gesto de aprobación. Deberían haber esperado a que la marabunta hubiese despejado el campo de batalla. Habrá más ocasiones, pero es necesario esconder las gafas y el tubo de bucear.

Rumbo al chiringuito, el padre, intenta ocultar el michelín rebelde, triunfo cervecero del invierno. Allí, en la catedral de la alegría, le esperan los compadres. Son tantos y buenos que Paco, el dueño, les hace un precio especial y, además, les invita a cacahuetes por cada cinco cañas.

Esto es vida.

No se libra ni una. Entre batalla y batalla de lo dura que está la vida hay tiempo para admirar las “bellezas naturales”. Cada vez que un “monumento” recala en la catedral hay un resorte que hace que las barrigas se escondan. A Pablo, de tanto esconder y dejar libre, se le ha caído el bañador. La goma del Meyba, comprado en el mercadillo hace cuatro años, le viene floja y esos barros traen estos lodos. El “equipo” quiere que se le denuncie por dejar al aire visiones de tan mal gusto.

Se pone colorado.

Los niños en el agua, la madre y la abuela dando vueltas a la sombrilla en busca de la sombra cada vez más inexistente; el padre, controlando la situación. El abuelo se ha ido a jugar la partida Dios sabe dónde.

Es la hora de comer. La mesa está puesta. Lucas se apoya en un extremo y la tortilla de patatas acaba en la mesa de al lado. Está tan buena, según dicen los receptores, que se la cambian por unos calamares rellenos.

El padre viene acompañado por “un tablón del quince”.

Esto son vacaciones. Paseo, pipas y playa.

En el pueblo, los comerciantes pasan calor.

Nadie habla de política. En estas condiciones el país, está arreglado.

Al agua, patos.

Lucas tiene el ojo menos hinchado.

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